Mi nombre es Julián, y soy claustrofóbico. A Luciana y a mí nos gustaba ―nos gusta― cocinar, disfrutamos inventando recetas: los delantales de cocina liberan nuestra creatividad.
Ustedes se estarán preguntando por qué empiezo contándoles sobre mi claustrofobia, y que además nos gusta la cocina. Ahí vamos, paciencia. No tengo dudas de que nuestra historia los repugnará; pero, cuando la analicen, verán que tomamos las decisiones acertadas.
No fue fácil. Lo aclaro, por si alguno piensa que no nos costó llevar adelante tan espeluznante plan: hay momentos en la vida en que uno debe hacer lo que debe hacer.
Soy consciente de que nuestros actos no transitaban por los cánones de la normalidad, y yo era parte activa de esa locura —entusiasta parte activa—. Pero ver a tu compañera convertida en un auténtico y desquiciado monstruo, créanme que no es algo fácil de asimilar.
Una mañana, aprovechando su ausencia, bajé a la baulera, saqué de su escondite la envasadora, envasé al vacío el reciente souvenir ―así me gusta llamarlos, por mejor nombre―, y lo guardé en la caja junto con los demás.
Subí al departamento, puse la pava para el mate y me distraje mirando los cerámicos del piso, acordándome del pobre viejo y de aquel día en que todo empezó. El día en que el plan se me iba perfilando, cuanto más lo ideaba Luciana, como soberbio y magistral. Hoy, consciente de que esto se nos está yendo de las manos, ya no me parece ni tan soberbio ni tan magistral. Aunque debo reconocerlo: no bien pasamos a la acción, descubrimos que, cuando uno deja volar la fantasía, puede crear platos realmente deliciosos y económicos.

Hoy se cumplen catorce meses de nuestro cambio de vida. Del nuestro, y del de los vecinos, que de manera indirecta se vieron beneficiados.
En la mañana de aquel sábado de catorce meses atrás, yo había bajado temprano a comprar facturas, y después de discutir una vez más con los trapitos, que todos los putos días me pedían plata, volví al departamento a desayunar con Luciana y a esperar a Alfonso: un señor al que recurríamos desde hacía ya unos años, cuando necesitábamos arreglos en el departamento.
Alfonso se da (se daba, mejor dicho) maña en distintos oficios: pintura, plomería, electricidad. Tenía un problema con la bebida; pero, cuando lo citábamos de mañana, lo normal era que aún no tuviera alcohol en sangre. Vivía en el mismo edificio, un piso arriba del nuestro. Luciana lo odiaba, a dichos de ella:
―Por viejo borracho.
Yo trataba de hacerle entender que Alfonso no cobraba mucho, y con él evitábamos traer gente extraña al departamento. Además, el viejo era viudo desde hacía poco. Estaba solo en el mundo, y a mí me daba lástima. La cuestión es que se nos había roto el extractor, y a la noche vendrían amigos a cenar; hornear un pollo, sin extractor, significa impregnar el departamento de un tufo a carne asada que cuesta horrores sacar.
—Hubiera preferido suspender la cena —se quejó Luciana, hundiendo en su taza de café con leche la punta de una medialuna—, así evitábamos que venga ese borracho.
—En algún momento lo teníamos que arreglar, Lu. —Le pasé una servilleta de papel—. Mejor que sea hoy, así nos sacamos el asunto de encima.
Alfonso llegó puntual, a las diez. Esta vez me equivoqué fiero: aun de mañana y a metros de distancia, el viejo apestaba con ese aliento aguardentoso; pero no teníamos más remedio que aguantarlo.
—Buen día ―le dije en el umbral, con mi sonrisa más falluta―. ¿Qué le pasó? ¿Arrancamos la joda temprano? Si vino, es porque se siente bien para trabajar.
—Sí, vino ―dijo―. Bastante vino. ―Sonrió―. Tuve uda doche compicada, Judiancito —arrastraba los finales de frase, los ojos vidriosos y la típica sonrisa de los que viven con unas cuantas copas de más—. Pero quédese tran-tranquilo, que estoy diez puntos. Si no, como dice usté, paralelamente yo no venía.
―¿Paralelamente?
―Directamente, quise decir. Vos me entendoste. Entendiste.
—Okey, Alfonso, pase: confío en su profesionalismo. ―Mentía, claro. Pero qué podía hacer.
Alfonso conocía el departamento, de manera que, así y todo, pudo encarar hacia donde estaba el extractor, llevando a cuestas la escalera, con la que no rompió nada a la pasada, de puro milagro. Al rato me sobresaltó un estruendo que venía de la cocina. Luciana llegó corriendo desde el baño a ver qué había pasado. Al entrar nos encontramos con Alfonso culo para arriba sobre la Orbis, con un ataque de risa. La escalera que había usado para subir, al caerse, arrancó el cortinado del ventanal y destrozó uno de los vidrios de la puerta balcón.
—¡¡¡¿¿¿Alfonso, está bien???!!!
—Cómo voy a estad dien, pedotuda —contestó el viejo, más en pedo que cuando había llegado, tratando de levantar la petaca de metal que seguramente se le había escapado del bolsillo—. ¿No ve’ que me cadí como un boludo, o so’ chicata?
—¿Qué te pasa, viejo pelotudo? —dije levantándolo del brazo. En realidad, bajándolo de la Orbis al piso―. ¿Cómo le vas a contestar así a mi mujer?
—Le con-contesto como se me canta el culo, pendejo —dijo a los gritos mientras amagaba a pegarme con la petaca―. ¿Tenés algún problema?
La reacción del viejo me tomó por sorpresa, y sólo atiné a agacharme un poco y a empujarlo lo suficiente como para evitar que me pegara, y así trastabilló con el empujón y se fue de espaldas al piso y pegó con la nuca ―¡CRACKKK!― contra el filo de la escalera. Ese golpe seco me sonó a mal presagio. Presagio acertado, a decir verdad: ahora el pobre viejo agonizaba entre espasmos y puteándome como podía, a diestro y siniestro, con la poca voz que le quedaba.
Y enseguida sobrevino el silencio, una mancha roja extendiéndose por el piso de la cocina, los desorbitados ojos enfocando hacia las visiones infernales.
—Lo maté, Luciana. La puta madre, lo maté. ¡Lo maté, lo maté, lo maté!
—Dejá de repetir obviedades y sentate —me ordenó Luciana, dándome la espalda y llenando un vaso bajo el chorro de la canilla, con una tranquilidad que todavía hoy, a la distancia, no deja de aterrarme—. Tomá un trago de agua, querés, que te va a venir bien. Pero dejame decirte que vos no mataste a nadie, Julián.
―¡No, Lu, no! ¡Yo lo mat…!
―… fue un accidente, pelotudo. Acordate. Este viejo forro estaba remamado, se tropezó, y pegó justo con la nuca contra el filo de la escalera. Mala suerte. ―Fue hasta la ventana de la cocina, y corrió la cortina que daba a los otros departamentos.
—¿Qué carajos hacemos ahora? ―dije―. Voy a ir preso, Luciana… Me van a encerrar. La puta madre, me van a encerrar. Y sabés que le tengo fobia al encierro.
—Escuchame, pará un chiquito. Calmate, y bajá los decibeles. Dame unos segundos para pensar.
—Llamemos a la Policía —dije, llorando―. A una ambulancia del SAME llamemos, qué sé yo. A los bomberos llamemos. ¡Llamemos a alguien!
A dos manos Luciana me agarró la cara, forzándome a que la mirara a los ojos:
—Vos sos pelotudo, vos estás del frasco. ¿Cómo vas a llamar a la Policía?
―Acá tengo el celu ―dije, y me sentí el peor de los imbéciles.
―¿Y qué le vas a decir a la Policía, nabo? ¿Que te cargaste a un viejo borracho? Pensándolo mejor, ni siquiera podés alegar un accidente. ―Se mordía las uñas; pero no desesperada, sino como quien empieza a madurar un plan―. Te van a meter en cana, Juli. Te van a cagar la vida, y este viejo de mierda no vale que te caguen la vida. Respirá hondo, querés. Hacé silencio, y dejame analizar cómo podés salir de esta.
Obedecí. Me quedé callado.
¿Cómo mierda fue que pasó esto?, pensé al ver el cuerpo del pobre viejo desparramado sobre los cerámicos, al asombrarme por la anchura de esa mancha de sangre que ahora le crecía por detrás de la cabeza. Cómo te cambia la vida en una milésima de segundo. Te cambia para siempre.
Con un sacudón en el brazo, Luciana me trajo de vuelta a la realidad.
—Lo que vamos a hacer —dijo con una voz de mando que no le conocía— es limpiar todo este desastre. ―Señaló la mancha oscura en la que mi alma se embarraba de abismo, los bordes rojos que ya le rozaban las chancletas―. Y después sacamos el cuerpo del viejo.
―¿Y cómo hacemos, Luci? ¿De dónde saco una camilla?
Me miró como diciendo Ahí lo tenés al pelotudo.
―Qué camilla ni camilla, nene ―dijo con una mueca―. Lo sacamos de los pies.
―¿Afuera?
―Claro, al pasillo. Y después lo bajamos en ascensor y cruzamos el palier. Por ahí capaz que pasa un taxi y todo. Y después derecho a la Loma. ―Y estaba yo tan traumado que ya le iba a preguntar de qué pie lo agarraba cada cual, cuando me di cuenta del sarcasmo―. Vos encargate de lo pesado, pánfilo. Me sacás la escalera al balcón, me envolvés al viejo con una sábana y me lo llevás para la bañera. Yo me encargo de los vidrios y de la sangre.
―Entonces ―arriesgué― antes de sacarlo habrá que limpiar.
―¡Andá a la puta que te parió, y movete de una vez! ―Yo no atinaba ni a moverme. Vi cómo un moscardón muy verde y muy negro se posaba en la nariz del viejo―. Me estás escuchando, Julián. Necesito que reacciones, por favor. Sola no puedo.
—Sí, sí, voy —logré decir, y puse manos a la obra después de reponerme de un escalofrío: la autoritaria calma de Luciana era simplemente aterradora.

Cuando terminó con la limpieza, y yo con las dos tareas que me había ordenado, me hizo sentar en el sillón capitoné del living, fue hasta el bar de la vitrina y sirvió dos vasos de Criadores. Me alcanzó uno, se sentó a mi lado y, después de hacerme con la boca algo tan íntimo que no me atrevo a contarlo acá, me explicó la idea que tenía en mente:
—Vos y yo sabemos que no podés ir preso. Con tu claustrofobia te morís encerrado ahí, o tenés que vivir a Rivotril. Así que… ―Se pasó la mano por los labios―. ¿Vos te acordás de la película Viven? ¿De cómo sobrevivieron los muchachos cuando se quedaron sin comida? ¿Y de la película Tomates verdes fritos? Es decir, no voy a proponerte nada que no se haya hecho antes. ―Hizo un silencio, y pronto pasó a detallar su plan.
Sin entrar en detalles innecesarios les diré que, en esencia, la magistral idea de mi esposa consistía en combinar nuestro amor por la cocina con la necesidad de hacer desaparecer al viejo.
Recordarán que al comienzo del relato hablé de beneficios para nuestros vecinos. En qué consistieron tales beneficios, se preguntarán ustedes. El tema es, mis queridos lectores, que, cuando uno prueba una comida que le gusta, que le fascina, quiere repetirla. El viejo fue servido en variados platos ―algo similar se ve en otra película, que cuenta la historia verídica de un diabólico barbero―, y logramos conferirle a su carne una inusual terneza. Pero, cuando esa materia prima se acabó, el plan de mi juiciosa esposa pasó a una segunda fase. Una segunda y filantrópica fase que redundó en el antemencionado bien a la comunidad: dado que las autoridades de esta bendita ciudad no se ocupaban, por ejemplo, de los mellizos que vendían droga a la vuelta, ni de los trapitos que asaltaban a su antojo a los circunstantes, en nuestro magnánimo sentido de la solidaridad, del arte culinario y de la previsión, decidimos que ya contábamos con loables razones para:

  1. Seguir produciendo platos exóticos con nuevas recetas.
  2. Mantener el freezer bien abastecido.

Antes de poner en práctica la idea de limpiar la cuadra de las cucarachas que caminaban en dos patas, teníamos que resolver algunas cosas. Por ejemplo, la desaparición de los huesos del viejo. Del viejo, y de los que vinieran después. Investigando, pudimos averiguar que el polvo de huesos se usaba como fertilizante orgánico en plantas y como suplemento nutritivo para animales. También como fuente de fósforo y de proteína. Fue fácil encontrar por internet un mercado negro para su venta: ¡nos topamos con gente que, además de pagarlo bien, no tenía el más mínimo interés en conocer la procedencia de esa harina de huesos!
Envalentonados por haber resuelto lo de los huesos, creíamos que los trapitos serían una fuente inagotable de recursos, en lo referente a materia prima. Suponíamos que, antes de terminar de procesar a los que subiríamos para elaborar los platos, aparecerían nuevos especímenes. Pero no tardamos en darnos cuenta de que estábamos equivocados: entre ellos empezó a circular la especie de que varios de los “trabajadores” de nuestra cuadra desaparecían, y pronto dejaron de venir.

Estábamos trabajando con nuestra última adquisición, cuando Luciana dejó a un lado la hachuela y el cuchillo, se secó de la frente la sangre ajena, levantó la vista y me miró raro:
—Con este ―la mirada me asustó, era cada vez más fría, cada vez más asesina― tenemos cubierto sólo un mes. Vayamos pensando, Julián, cómo vamos a conseguir nueva materia prima. —No dijo más que eso, y ni siquiera esperó mi respuesta: bajó la cabeza y empuñó de nuevo sus herramientas de trabajo.
Y yo me quedé pensando en ese “vayamos pensando, Julián”: que fue, en realidad, un “ponete las pilas, pelotudo, para ver cómo conseguimos más carne”.
En suma, me resultaba muy estimulante ―y, sobre todo, muy inquietante― descubrir en mi mujer aptitudes y talentos hasta ahora insospechados.

A la semana siguiente, casi a mediodía, llegué a casa después de comprar especias en el mercadito del barrio. Al entrar, me encontré a Luciana charlando en el sofá del living con una señora mayor. La cara de la visitante me resultaba familiar. Antes de que pudiera recordar de dónde la conocía, Luciana dijo:
—¿Te acordás de mi tía Aurora? —Entusiasmada lo dijo—. La que vive en Ayacucho. ―Mentí que sí, que me acordaba, que la tía Aurora era la más dulce de todas las tías, una reina―. Bueno, la invité a pasar unos días con nosotros. Está solita, la pobre, ¿sabés?
―No quería venir para no molestar ―dijo la pobre y solita, con una voz que asocié al piar de un gorrión raquítico.
―Pero yo le insistí. ―Los ojos de Luciana ardían, y además advertí que en las manos de la tía Aurora se balanceaba un vaso de trago largo. El mismo vaso que invariablemente contenía el mismo refresco que Luciana les convidaba amablemente a los destinados al freezer. Incluso advertí también que algunas gotas ya habían manchado el borde del apoyabrazos.
―Y… ¿aceptó? ―me atreví a preguntar, con un nudo en la garganta.
―Y acepté ―dijo la tiíta, y se mandó de un saque el resto de aquella ponzoña que las sabias manos de Luciana habían vertido en su vaso―. Por Dios ―miró el fondo blanco del vaso―, qué… rico… que… está… esto…
Se me pasó por la mente que mi esposa se había convertido en una versión mejorada de Yiya Murano. Mejorada, aclaro, porque ella siempre calculaba en detalle las dosis justas de veneno, a los efectos de no contaminar la materia prima.
Todavía hoy recuerdo la fragilidad de esa pobre vieja cuando me acerqué a saludarla: al intentar levantarse para corresponder a mi saludo, cayó redonda del sofá al piso, no sin antes pegarse la cabeza contra el apoyabrazos y estrellar el vaso en el parquet cuando las manos ya no pudieron sostenerlo. No quiero cargar las tintas más de la cuenta, pero esto es lo que pasó: aún hoy oigo la risita de Luciana, que sonó como uñas de rata frotando vidrio.
—Te volviste loca, vos —fue todo lo que atiné a decir.
Luciana se alzó de hombros, y palmas arriba dijo:
—Ya vivió lo que tenía que vivir esta vieja. Llevala al baño, y ya sabés lo que tenés que hacer. ―Y mientras yo me preparaba para cargar los restos mortales de la tía, aclaró―: Además, vos y yo sabemos que era una mierda de persona. Le estamos dando un final útil a su vida. —Hizo una pausa, y me señaló con el índice—. Y no pretendas hacerme ver como la mala de la película, eh. Estamos juntos en esto, maricón. ¿Está claro?
Y, sin más, se levantó en busca de las herramientas.

Al otro día, cuando desperté, la cabeza se me partía de dolor. La tía, momia resucitada reprochando nuestro accionar, me torturó en sueños durante toda la noche. Mientras me lavaba los dientes, recordé el día en que, cuando ya contábamos en nuestro haber con varias víctimas, yo había decidido armar la cajita de suvenires. Hoy pienso que aquello fue una auténtica premonición.
Más despierto, más tranquilo, verifiqué que ya no quedaban rastros sospechosos de lo sucedido con la probre tiíta Aurora. Y estaba preparándome un mate cuando el ruido a llaves en la cerradura me indicó que Luciana entraba de la calle. Pero no venía sola. Venía con un chico de la mano.
—Hola, mi amor —dijo, otra vez con esa risita de uña de rata—. Él es Nicolás.
―Hola, Nicolás.
El chico no acusó recibo, apenas hizo en ambiguo gesto, y creo haberle entendido que no se llamaba Nicolás.
―Intentó robar en el mercado ―siguió Luciana―, y convencí a la Policía de que yo me haría cargo.
—Hola —repetí entre dientes―. ¿Cómo es que te llamás vos?
Nada.
—Tiene doce añitos. ―A Luciana le brillaban los ojos―. Un tiernito, je. En agradecimiento por salvarlo, se ofreció a traerme las bolsas.
—Mucha’ gracia’, amea —dijo entonces el pibe.
—¿No es un divino, llámese como se llame? —Los ojos de Luciana ya ardían con ímpetu de loba. Miedo llegó a darme―. Si es para comérselo.
Hija de puta.
—Voy a hablar con él mientras le invitamos una Coca bien fresquita —me dijo con un guiño―. ¿Me ayudás a preparar todo?
Me quedé mirando al pibe, sin saber qué hacer. Enfrentarme a Luciana era la última de las opciones. Cada vez manejaba con mayor destreza el cuchillo.
Hasta que pensé: Ya tengo bastante.
Sí, debía tomar una resolución. Y la tomé al fin.
Sin decir una palabra, agarré el celular y salí del departamento. Mientras cerraba la puerta, alcancé a oír que Luciana me preguntaba adónde vas, mantequita.
Para no esperar el ascensor, bajé corriendo las escaleras. Al llegar a la baulera del subsuelo, no aguanté más el revoltijo en la panza y vomité junto a la puerta de entrada. Después de recomponerme, saqué de su escondite la caja de suvenires, la guardé con cuidado en el baúl del Corsa, subí al coche, y salí para la comisaría.
En el trayecto no dejaba de preguntarme si llegaría a tiempo para salvar a ese pobre pibe. Y, también, si podría bancarme la claustrofobia de los años de encierro que me esperaban. Aunque, como ya dije, hay momentos en la vida en que uno debe hacer lo que debe hacer.
Me costó entrar en la comisaría, todo giraba a mi paso. Vomité de nuevo en el cordón de la vereda. Pero tomé aire, cobré impulso y entré.
Un agente, sentado detrás del desvencijado mostrador, me saludó apenas:
―Qué hay.
Todo apestaba a humedad de muebles de madera podrida, a desorden de papeles carcomidos por los ácaros, a mugre de baño clausurado. Y pensar en el estado en que encontraría el calabozo cuando me lanzaran ahí adentro me provocó un escalofrío.
—Buen día —dije apoyando frente al agente la caja de suvenires, y alcé la tapa como quien abre el ataúd de un recién nacido—. Vengo a entregarles… esto.
El agente se levantó, con una mueca que podría pasar por un gesto de interés. Me llamó la atención que no le sorprendiera tener frente a sí una caja con más de quince bolsitas, envasadas al vacío, cada una atesorando un dedo índice. Actuaba como si los dedos fueran tequeños que le hubiese traído algún negocio de comida venezolana.
Agarró a dos manos la caja, y me ordenó que lo esperase. Fue a una oficina que quedaba a pocos metros, identificada con un cartel de acrílico pegado a la puerta: COMI/SARIO. Sonreí con tristeza al ver que una rajadura separaba en dos la palabra.
—Pase, por favor, que el comisario quiere hablar con usted —me dijo el agente a los dos minutos, asomándose a la puerta.
Ni bien crucé el umbral, mientras el agente salía de la oficina, un gordo sonriente, tan gordo que desbordaba de la silla detrás de su escritorio, me dijo, acompañando sus palabras con un gesto cordial de la mano:
—Tome asiento, Julián.
Un escalofrío me recorrió el espinazo. ¿Cómo carajo sabía mi nombre?
—Perdón… ¿Nos conocemos? —pregunté, intentando disimular el terror. Y mientras preguntaba no pude evitar entrecerrar los ojos por miedo a que algún botón de la camisa del obeso uniforme volara y me dejara tuerto. Incluso hasta las insignias de las charreteras parecían alerones a punto del despegue.
—Usted no me conoce —dijo el comisario―. Pero, gracias a su esposa, yo sí lo conozco a usted. Encantado. ―Acá me tendió un transpirado y grasoso manojo de chorizos―. Soy el comisario Ermelindo Juárez.
—¿Mi… esposa? —pregunté, azorado.
Pero el comisario me ignoró diciéndome:
—Vea mire el trabajo que se ha tomado, hombre. Innecesario trabajo. —Recorría la caja con los choridedos, bolsita tras bolsita, como quien busca en un archivo—. Si al menos estuvieran cocidos y condimentados… —dijo, y se pasó por la boca el dorso de la mano.
Yo me atragantaba de la angustia: odio no entender qué pasa. Y me iba a atragantar todavía más.
—¡Qué lo parió, cómo lo conoce la patrona! —Revisaba de nuevo la cajita como quien elige el próximo canapé—. Hace tiempo que Luciana me alertó de que esto iba a pasar. Vio cómo son las mujeres, amigo. Ellas siempre están un paso adelante nuestro. ¡Siempre!
»Antes que nada, lo felicito por la comida. Luciana me convidó, y es extraordinaria. Cada bocado es… (¿cómo dijo ella?). Eso: “Una explosión de sabores exódicos”. Y, cómo verá por mi tamaño —agarrándose a dos manos un par de michelines, el comisario apartó involuntariamente de mi mente la imagen de ellos dos comiendo en mi ausencia, como prólogo a un buen polvo—, por mi tamaño, digo, yo del tema comida entiendo. Y mucho. Se nota que a ustedes les apasiona cocinar.
—Comisario, yo le quiero decir…
—¡No! —me cortó clavándome una mirada que no me atrevo a adjetivar—. Mejor usted no diga nada. No hace falta que diga nada. Yo me encargo de la caja. Pero le ordeno que no siga juntando pelotudeces. Esto es evidencia que nos compromete a todos. Mejor si los mantenemos como Natalias-Natalias. ¿Me entiende?
―No. No entiendo.
―Natalias-Natalias ―repitió esa parodia de Pepe Morsa―. NN. Ningún Nombre, mi amigo. Además, es un desperdicio de comida, hombre. ¡Déjese de joder!
—Pero es una locura —dije sin salir de mi aturdimiento—. Lo que estamos haciendo está mal. Muy mal.
—Julián, lo que está bien y lo que está mal es relativo. Todo depende del cristal con que se lo mire.
»¿Sabe cuánto hace que la gente no hablaba bien de la Policía? Ahora los vecinos nos dan las gracias por vivir en un barrio más seguro. Y eso, amigo mío —pensé que al reclinarse iba a romper el crujiente respaldo de la silla—, se lo debemos a ustedes. ―Me miró. Me caló, mejor dicho―. Me parece que usted ―su dedo índice me llegó casi al entrecejo― no es consciente del aporte que le están haciendo a la sociedad con Luci. Están mejorando nuestra calidad de vida y la de los ciudadanos.
»Por ejemplo, como lo está haciendo ahora su esposa con el pibe chorro que le cedimos en el mercado. Ese pendejo, así como lo ve con esa carita de buenito, tiene un prontuario más frondoso que el de la Yegua. Con estos mocosos tardamos más nosotros en hacer el papeleo que ellos en salir libres.
»Entonces —de golpe se le borró la sonrisa, y los ojos se le encendieron como mecheros—, con su mujer ya tenemos todo arreglado. —Enderezó la silla, se puso de codos en el escritorio—. Lo único que necesitamos es que usted no siga poniendo piedras en el camino. Como esta pelotudez de coleccionar bolsitas. —Me cruzó el pecho un aluvión de helada adrenalina al descubrir en él la misma mirada asesina que antes le había visto a Luciana. Usando el antebrazo se secó la transpiración de la frente. Y dijo―: ¿Soy claro, no?
―…
―Además, el capo de la heladera…
―Qué heladera.
Me miró, lanzó una risita.
―La morgue, muchacho. La morgue. El capo, le decía, es amigo mío. Y ya hemos hecho arreglos para abastecerlos de… materia prima sin que ustedes tengan que asumir riesgos. ―Alargó la mano, seguro que para palmearme, pero yo lo esquivé―. No es momento de sentir culpas, Julio.
―Julián ―corregí, y me asustó a mí mismo oírme esa voz más seca que la lengua de una momia.
―Julio, Julián… ―meneó la cabeza, hizo ademanes vagos―. Recuerde que es mejor elaborar comida rica, Julián, que ser un ingrediente más en la preparación.
Me está amenazando, me dije. Y casi se me escapa. Pero el guacho me habrá leído la mente, porque aclaró enseguida, retomando la sonrisa irónica:
—Y conste ―alzó el dedo― que de ninguna manera lo estoy amenazando, hombre. No olvide que estamos en el mismo bando. ―Hizo una larga pausa―. Vea, mi amigo, yo tengo un dicho que a usted le va a venir muy bien para aplicar de ahora en adelante: Hay momentos en la vida en que uno debe hacer lo que debe hacer.
Al escucharle semejante máxima, no pude más que sonreír con tristeza.
Entonces, de nuevo dejó caer su peso en el respaldo de la silla, cruzó los pies sobre el escritorio. Y dijo, como quien imparte una orden afectuosa, algo que jamás olvidaré:
—Ahora vaya tranquilo. Julio. Vaya, sea creativo y piense qué nuevas recetas se pueden hacer con la tierna carne que ha llevado a la casa su abnegada esposa. ―Y acá se percutió el pecho con el pulgar―: Y todo por gentileza de la poli.

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