—Me rindo —dices, soltando la espada de plástico, y finges una cómica agonía entre las plantas del jardín.
Tu hijo ríe, y desde sus nueve años te golpea sin piedad con un hacha de juguete. Te dejas caer sobre una tumbona. Tu esposa te alcanza una lata de Alhambra y dice:
—Hace ya mucho calor para estar fuera de la piscina.
—Cinco minutos más, porfa —dice tu hijo, y se sienta en el suelo para jugar con una muchedumbre de muñecos.
Tu móvil vibra sobre el cristal de la mesa. INMOBILIARIA, se lee en la pantalla.
—No lo cojas —dice tu esposa—. Estás de vacaciones.
—A este tengo que atenderlo.
—Pues recuérdale que estamos en agosto, que mañana nos vamos a la playa y que esta misma tarde tenemos que hacer la maleta.
Atiendes la llamada con el manos libres, para compartir con tu esposa la voz inquieta de tu cliente:
—¿Puedo verte esta tarde?
—Salvo que sea algo de vida o muerte, no.
—Es muy urgente, sabes. Te molestaré poco más de media hora. Solo te pido que me acompañes a la casa de la calle Orfeo. Acabo de quedar con ellos en que se irán esta misma tarde, a cambio de dos mil pavos. Estas cosas hay que hacerlas en caliente.
Tu esposa entrecierra los ojos, y niega en silencio.
—¿Me necesitas para eso? —le dices al iPhone.
—Sólo por darle un poco de solemnidad. Es bueno llevarse a un abogado a estas cosas. Tú siempre lo has dicho.
—Creo que hoy te vendría mejor un cerrajero.
—No, es un abogado lo que necesito. Será muy rápido. Y a dos minutos de tu casa. Y recuerda que todavía no me has entregado los papeles que tengo que llevar a la firma en la notaría la semana que viene.
Frunces el ceño, y cortas, y no necesitas ver la cara de tu mujer, que va a tu despacho y te trae una carpeta azul, mientras corres a vestirte con el uniforme de tu oficio. Sólo te permites el capricho de elegir un traje verde, para no parecer un abogado de inmobiliaria.
—Y todo por esa casa de mierda —dice tu esposa.
—¿Y por qué no va usted, señora letrada, y yo me quedo con el chiquillo?
—Conozco esa casa, y no tengo ningún deseo de ir. Te espero aquí. No tardes.

Tu cliente te espera enfundado en un traje azul impecablemente entallado. En su mano, desentona una pequeña caja de herramientas. Cuando advierte que la miras, dice:
—Yo mismo voy a cambiar el bombín de la cerradura. No será la primera vez. Quiero resolver esto hoy mismo, sin juicios ni trámites. Ya tengo un comprador. Firmaré la semana que viene, y santas pascuas. Ojalá todas las operaciones fueran tan rápidas como esta, tío.
Avanza hacia la entrada, sin soltar la caja de herramientas. Es una vivienda poco común, un primero improvisado encima de un garaje, al que se accede desde una escalera exterior. Tu cliente golpea a la puerta, con autoridad policial. El que abre podría encarnar al protagonista de un clásico relato de terror: alto, los hombros pesados, el rostro castigado por cicatrices, un ojo muerto. De los que no se ven por la calle, pero que has conocido en las prisiones, detrás de un cristal con olor a desinfectante.
—¡Venga! —grita tu cliente—. ¡Recogéis en diez minutos, y a la puta calle!
Le responde una voz áspera:
—Ni de coña. Cuando venga el juez.
—¡Aquí está! —Tu cliente te señala. Titubeas, tentado de desmentirlo. Pero te envaras y dices:
—Así es, señores. Y será mejor que nos demos prisa.
—¿Así, sin más? —dice una voz de mujer, absurdamente dulce, desde el interior de la casa.
—Así, sin más —repites—. O podemos alargarlo con más trámites. Por ejemplo, puedo llamar al juzgado para que me digan si tenéis alguna busca pendiente. De todas formas, la Policía vendrá en cinco minutos a echar abajo la puerta.
Responden con un portazo terrible, pero tardan muchísimo menos de cinco minutos en salir. El hombre, un jorobado, arrastra los pies. Te mira de soslayo, se detiene: quizás ha visto algo en ti, algo que reconoce. Se agita para recolocar la “joroba”, que es un saco grisáceo, como los de escombros. Ella, aún más alta que él, demacrada y flaca, arrastra una desvencijada maleta.
—Esa cara de hijo de puta te la tengo vista —masculla el hombre.
No dicen más. Los ves arrastrar los pies hasta que doblan en la esquina.
—Pero qué pedazo de cabrón eres —dices—. ¿No les ibas a dar dos mil pavos? ¿Y cómo se te ocurre decirles que soy juez?
—Bueno, he improvisado —te dice tu cliente, mientras abre la caja de herramientas, frente a la puerta—. Pero ha salido bien
—Me tengo que ir —dices.
—Yo me esperaría un poco, no sea que todavía te los encuentres.
Con un destornillador eléctrico, tu cliente desmonta la cerradura, y pugna por encajar un nuevo bombín, reluciente de grasa. Levanta la cabeza y dice:
—Enciende la luz, por favor.
Entras a la casa, que apesta a encierro, y pulsas un mugriento interruptor. No funciona. Iluminas la cerradura con la linterna del móvil.
—Date prisa —dices—, porque yo me voy. Tengo que hacer las maletas.
—Bueno, aquí te lo has pasado mejor.
—No jodas.
Aprieta el nuevo bombín, lo prueba. Funciona, siempre que se empuje la puerta con suficiente energía.
—Hecho —dice—. Vámonos. Pero antes miremos dentro, no sea que se haya quedado alguien. Ilumíname, que se me ha acabado la batería.
—Eres un coñazo.
—Por cierto, ¿has traído los papeles de la notaría?
Te golpeas la frente con la palma de la mano.
—Luego te los doy.
Iluminas un interior sucio. Huele a polvo, a mugre, a inhumanidad. Recorréis el pasillo, las dos habitaciones, el salón, cada uno con su abarrotamiento de basura. Sobre los azulejos de la cocina lees «TODAVÍA TE ARRANCARÉ EL CORAZÓN», escrito con rotulador.
¿Has leído eso en alguna otra parte?
Algo referido a un comerciante de marfil, acaso.
Otra cosa te llama la atención: una puerta que se abre hacia el pasillo. La golpeas con los nudillos para averiguar de qué está hecha.
—Una puerta de hierro en una habitación —dices—. Con ventanuco. Y cerradura.
Giras la llave. Baja, con afilado chasquido, un cierre de gancho.
—¿Una habitación del pánico? —Tu cliente rio.
—Sí, claro, en esta cochambre.
—Una cárcel privada, vete a saber.
—No sería mala idea, pero la puerta cierra desde dentro. —Entras en la habitación—. Una puerta de hierro que abre hacia fuera, y con un marco fuerte. Y reja de hierro en la ventana, mira.
—¿Qué pollas es esta habitación?
—Un buen refugio para trasegar droga. La venta aquí es más discreta que en la entrada. En estas habitaciones, suelen tener un retrete donde tirar la droga si viene la Policía. La puerta de hierro aguantaría mientras se libran de todo.
—Pues aquí no hay retrete.
Paseas la luz por la roña, por la desolada suciedad. Das con un cubo de plástico con tapa. Lo único que parece nuevo en toda la casa.
—Es uno de esos que usan en los laboratorios —dices—. Imagino que contendrá ácido, o cualquier sustancia corrosiva. Todavía mejor que un retrete, no creo que deje ni rastro.
Tu cliente acerca las manos a la tapa, pero se arrepiente.
—Lo doy por visto —dice.
—Pues vámonos de una puta vez.
Sigues su espalda a lo largo del pasillo. Pero irrumpe el chirrido de la puerta de la entrada, que se arrastra ásperamente contra el suelo. Se te cae el teléfono, se apaga la linterna, te quedas inmóvil. Tu cliente corre hacia la entrada.
—Hijos de…
Su voz se quiebra con un eco de huesos rotos y carne azotada. Se desploma, rindiendo un largo suspiro.
—¿Qué haces, loco? —grita ella—. ¡Lo vas a descalabrar!
—¡Que se joda! Este hijo de puta nos ha engañado. Se lo tiene bien merecido.
Ves entre las sombras que la mujer se acuclilla frente al cuerpo derrotado. No repara en ti. Y el hombre no puede verte.
—Lo has matado —dice ella—. Le has roto la cabeza.
Retrocedes, tanteando las paredes del pasillo: acorralado, necesitas apoyarte en algo. Entras despacio en la habitación de la puerta de hierro.
—¿Que le he roto la cabeza? Mira cómo le rompo la cabeza de verdad al hijo de puta este.
Vuelves a oír golpes secos, gemidos de rabia, y el inconfundible sonido de los huesos al romperse, una y otra vez. Ella chilla.
—¡Estás loco! ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Ya veremos. Yo ahora necesito fumarme otro chino.
—Hoy has fumado demasiado, ya no sabes lo que haces. Ni yo sé dónde estás.
—Pues muy fácil, chica: aquí, con este martillo, matando hijos de puta. Qué suerte ha tenido el otro de escaparse. A por él volvía yo.
Tiras de la puerta de hierro para cerrarla, despacio, pero te detienes en cuanto amenaza chirriar.
—Todavía no me has dicho de qué conoces al juez —dice ella.
—De primeras no caí. Su careto me sonaba, y me creí que era un juez, ya he visto muchos. Pues resulta que no. Ese es el abogado del gitano. Mira que las he liado gordas, pero esa vez fui a la cárcel por algo que no hice. Por culpa del abogado de un antiguo amigo.
—Hace muchos años de aquello —dice ella.
—¡Mírame a la cara, y verás que para mí fue hoy! Esto fue lo que me dio el trullo. Una pelea con un puto moro, y un pincho en toda la jeta. Mira cómo se ensañó el cabrón. Esto no se olvida. Las cicatrices de espejo no se olvidan.
Suena tu móvil, que ilumina el pasillo, vibrando sobre la podredumbre del suelo. Ella lo recoge.
—Debe ser el del muerto —dice.
Él tarda en contestar. Temes que esté buscando en los bolsillos del cadáver.
—¡No! El fiambre tiene el suyo. Es del puto abogado. ¡Está aquí!
La puerta de hierro gime cuando la cierras. Giras la llave y la arrojas a tu espalda. Quizá te sentirías como un personaje de película, si la angustia no te destrozara el pecho.
—Ahí estás, hijo de puta. ¿Te acuerdas de mí?
Sobre la puerta de hierro restalla un martillo, una y otra vez, y crees percibir una nueva deformidad en cada golpe.
—¡Sal, si tienes cojones!
—La Policía está en camino —mientes—. Más te valdría largarte.
—Ni Policía, ni pollas. Aquí estamos tú y yo. Y esta puta puerta de hierro que te salva la cabeza.
—Alguien llamará a la Policía —dice ella.
—¡Cállate!
—Cálmate. Sólo te digo que alguien nos va a oír, como sigas chillando y dando hostias a la puerta.
—Estamos en agosto, no hay nadie en la calle. Y en esta comunidad apenas hay vecinos. Y no sé para qué coño me detengo a explicarte, so burra.
Vuelve a golpear, su respiración jadeante te llega por el ventanuco. Desde el otro extremo, también te llegan otros ruidos: alguien llama a la puerta de entrada.
—Te lo dije.
—Te lo dije, gilipollas, te lo dije —remeda él—. Cállate, que yo me ocupo.
Oyes el áspero arrastrar de la puerta.
—Soy el vecino del tercero.
—¡Socorro! —bramas entonces—. ¡Me tienen encerrado! ¡Llame a la Policía!
No vuelves a oír la voz del vecino, salvo una gggh que no llega a formar una palabra, sino un suspiro quejumbroso, apagado por golpes que provocan los crujidos húmedos que ya conoces. Y un portazo.
—Estás loco, loco, loco —dice ella.
—¡Cállate, zorra de los cojones!
Truena una bofetada. Y un llanto se esconde en las sombras. Y la voz de él se acerca a la puerta de hierro:
—Este muerto es tuyo, abogado. ¡Tuyo! Y reventaré la cabeza a todo el que llame a esta puta casa.
Rebuscas en tu cuartucho, y no encuentras nada que puedas usar como defensa. Aferras las rejas de la ventana, más fuertes que tus propios brazos. Las ventanas tienen cerradura, pero la llave no está. Restallan martillazos contra la puerta de hierro, que sientes vibrar en las vértebras.
—Te voy a agarrar con muchas ganas, cabrón —dice, con voz fatigada—. Lo que quede de ti lo van a recoger con pala.
Y llega una pausa incomprensible, que no puedes medir, ni tampoco aprovechar. Salvo para rebuscar en la habitación. Pero no encuentras nada. Sólo el cubo de plástico.
Otra vez suena tu móvil. Y vibra como si se deslizase sobre un pedregal.
—Déjame que lo coja —dice ella—. Tengo una idea.
Oyes sus pasos. Se aleja hasta la entrada de la casa y responde:
—¿Sí? … Hola, trabajo en la inmobiliaria … Encantada … Sí, tu marido está ahora mismo hablando con los inquilinos, no creo que tarde mucho … Bueno.
Su voz suena como la de una perfecta secretaria, con candor impostado, amable, sin rastros de aspereza.
—¡No! —gritas—. ¡Llama a la Policía! ¡Llama a la Policía! ¡LLAMA A LA POLICÍA!
Y aun gritas más, pero no con el suficiente volumen como para que te oiga tu esposa. La otra mujer sigue hablando, a salvo de tus gritos:
—¿Qué papeles? … Ah, sí, esos papeles … Pues sí, tráelos, sería una buena idea, si no te importa … Sí, así le metes prisa a tu marido para que no se enrolle … Genial, muchas gracias … Ahora le digo que vienes.
Al final irrumpe la voz de él, esta vez en tono juguetón:
—Pero qué pedazo de cabrona. Hasta cachondo me has puesto.
—Yo estoy harta —dice ella—. Sólo quiero irme ya.
Oyes pasos. Y el quejido de un objeto contra el suelo, quizá tu móvil.
—Ya lo has oído, hijo de puta. O sales, o lo paga tu mujer.
Miras el cubo de plástico. Piensas en abrir la puerta y arrojarlo sobre él. Levantas la tapa, y el hedor te obliga a apartar la cara. Te quitas la chaqueta y la arrojas al suelo. Te arrancas la camisa y la rompes para improvisar una mascarilla. Buscas la llave de la puerta. No recuerdas dónde la has dejado. No aparece por ningún rincón. Miras a los barrotes de la ventana. Los aferras, tiras de ellos. Te vuelves, y gritas:
—¿Quién coño eres? ¡No nos conocemos!
Él fuerza una carcajada.
—No te acuerdas —habla con voz inesperadamente pausada, acercando la boca al ventanuco de la puerta—. No tenía esta cara antes de entrar al trullo. Así me dejó un puto moro, apuñalándome con un pincho que sacó de quién sabe dónde, mientras sus amigos me sujetaban. Me apuntó a los ojos, y uno se salvó de milagro. Sal y te lo cuento todo. Te espero en el salón, creo que aún me quedan algunas birras. Hablamos. Y después te rompo la cabeza, hijo de puta.
Agarras con la chaqueta los bordes del cubo, contienes la respiración. Arrojas el ácido contra los barrotes de la ventana. La mayor parte cae del lado de adentro, y salpica tu ropa, tu cara, tus piernas, y sobre todo tus manos. Te llevas a la boca un trozo de tela de la camisa para contener los gritos. Los barrotes han sufrido superficialmente. Los aferras y tiras, sin ningún efecto. Las manos te arden de lava. Te vuelves hacia la puerta, intentas abrirla, buscas en todas direcciones. Sobre la mesa, en el centro del cerco marrón que ha dejado el cubo, reluce una llave. Está limpia, pero te quema los dedos como si estuviese al rojo. La pruebas con la puerta, y no funciona. En la ventana sí funciona. Dejas restos de sangre y piel sobre la reja cuando te asomas a la acera. Cinco metros hasta allí, ninguna cornisa y nadie en la calle. Sacas una pierna y después la otra. Quieres quedar suspendido de las manos para reducir la caída, pero tus dedos son incapaces. Caes de pie. Oyes con toda crudeza el crujir de tus huesos: la tibia y el peroné se han rendido, y tu pierna está completamente desarticulada y torcida. Al intentar incorporarte, te desplomas de espaldas y te golpeas la nuca contra el asfalto. Quizás has perdido la consciencia, pero habrá sido por un instante.
—¡Ayuda! —intentas gritar, y apenas te sale un suspiro.
Es una calle angosta, golpeada por el sol de la tarde, vacía, cruelmente silenciosa. Te llevas las manos a la cabeza. Sientes palpitaciones y sangre. Intentas gatear, pero no puedes. Te arrastras. Piensas en tu esposa y en tu hijo: vienen a esta maldita casa; la puerta está al doblar la calle, y te queda a más de veinte pasos.
—Ayuda. —La voz te sale débil—. Por favor… ¡Llamen a la Policía!
Nadie responde. Arrastras el pecho, el vientre, la pierna rota, manchas la acera con la sangre de las manos deshechas. Cuando alcanzas la esquina, oyes la voz de tu esposa, lejana. Aceleras hasta que logras asomarte a la otra calle. Ves a tu esposa subiendo los escalones que conducen a la puerta.
—¡NO! ¡NO ENTRÉIS! ¡ NO ENTRÉIS!
Tu esposa se gira, pero unas manos la aferran y la obligan a entrar. Y lo mismo le hacen a tu hijo. La puerta se cierra con estruendo. Logras ponerte de pie, pero te derrumbas tras el primer paso. La pierna rota vuelve a chasquear, y caes de frente. Las manos heridas no bastan para amortiguar el golpe. Una ceja derrama sangre sobre tu cara cuando alzas la cabeza. La luz alrededor declina. Alguien te toca el hombro, y una voz femenina dice:
—¿Qué le ha pasado? ¿Está bien?
—Estoy llamando a una ambulancia —dice otra.
—A una ambulancia… —Tu voz emerge tenue e incomprensible—. A una ambulancia no, a la Policía. A la Policía.
—Sí, sí, no se preocupe: mi amiga ha llamado a la ambulancia, no tardarán.
—No, no, no…
Señalas hacia la casa, hacia la escalera de ladrillo, hacia la puerta. Tu mente se apaga y se apaga. Pero irrumpe un recuerdo lejano. Estás en el estrado de un tribunal, vestido con una toga idéntica a la de un compañero sentado junto a ti, que te susurra:
—¡Mi cliente no lo hizo, y lo sabes muy bien! No tiene sentido lo que pretendes. No vas a poder salvar al tuyo. Al final los dos van a terminar en la cárcel.
Sabes que tu cliente tiene una pequeña posibilidad de librarse de la condena. Pero el otro… El otro lleva la culpa en la cara. Aunque en tu recuerdo todavía está limpia de cicatrices. Y de la mirada intensa de sus ojos negros.

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