Aquella mañana, cuando Ezequiel entró a la funeraria para el velorio de su tío, no imaginaba que, exactamente una semana después, volvería allí para velar a su padre. Y no se lo imaginaba porque, a pesar de que el padre transitaba la última etapa de una enfermedad terminal, los médicos le habían pronosticado por lo menos un año más de vida.
Después de saludar a algunos familiares que no había visto en décadas, quiso enterarse de los detalles de la muerte de su tío: sabía que había tenido un accidente, pero desconocía las circunstancias.
Se acercó a su primo, y se fundieron en un abrazo.
—Lo siento mucho, Julio —dijo Ezequiel.
—Gracias, primo.
—¿Qué fue lo que pasó? —le preguntó a Julio un señor pelado al que Ezequiel no conocía.
—Lo atropelló una camioneta ayer a la tarde. —Julio apenas podía hablar—. El hijo de puta lo pasó por arriba y lo dejó tirado como a un perro.
—¿Cómo saben que fue una camioneta? —preguntó Ezequiel—. ¿Hay algún testigo?
—Un vecino dijo que fue una camioneta roja toda destartalada.
—¿Pudo ver la patente?
—No, no la pudo ver porque estaba tapada con pintura negra.

—¡Cómo se puede ser tan hijo de puta! —dijo Ezequiel.
—No sé, Eze —dijo su primo—, pero te aseguro que, si lo tuviera delante, se arrepentiría de lo que hizo.
—No se puede creer que sean capaces de algo así —dijo el pelado—. Por eso estoy de acuerdo con la nueva disposición de la muni para las fotomultas, ¿la vieron? —Ezequiel y Julio negaron—. Pusieron cámaras con reconocimiento facial. Ahora te identifican por la cara y te mandan la multa a tu casa, sin importar de quién es el auto que manejabas al cometer la infracción. La multa se le hace al conductor, y así, esa guachada de tapar la patente se va a terminar. —Y moviendo la cabeza, compungido, aclaró—: Aunque el sistema está programado para detectar infracciones, pero no para los accidentes…
¿Accidente?, pensó Ezequiel. Acá no estamos hablando de un accidente, sino de un homicidio. Se alejó hacia la barra de café. Odiaba a la gente que hablaba de temas banales en los velorios, o que contaba chistes. Si quieren hablar pelotudeces, que se junten a tomar mate con amigos. En circunstancias como estas, deberían mostrar un poco de respeto. No pueden ser tan triviales ante la complejidad de la muerte.
La verdad es que Ezequiel no sólo odiaba estas actitudes de la gente: odiaba todo lo que tuviera que ver con los velatorios. Odiaba las flores, que se deterioran a cada instante, igual que el muerto. Odiaba las velas. Odiaba la decoración lúgubre de las funerarias. Y odiaba, incluso, el descolorido café que acababa de servirse.
Lo tomó de un sorbo —estaba helado— y enfiló hacia la puerta para fumarse un pucho en la vereda. Al salir, se topó con su madre que entraba:
—¿Qué haces acá, mamá?
—Hola, hijo. ¿Cómo que hago acá?
—¿Viniste a corroborar que el tío estuviese bien muerto?
—¿Qué decís? ¿Te volviste loco?
—Vos y yo sabemos que lo odiabas, mamá. No te gastes en disimular conmigo. Dejemos la hipocresía de lado, ¿te parece?
La madre lo sacó del brazo a la vereda como para asegurarse de que nadie más escuche la conversación:
—Yo no odiaba a tu tío. ¿De dónde sacaste esa pelotudez?
—Te escuché mil veces reclamarle a papá: “Por lo visto” —Ezequiel imitó el tono agrio de su madre—, “para vos, tu hermanito es más importante que yo”. Siempre le tuviste celos.
—Eso no significa que lo odiara, ni que deseara su muerte. No te atrevas a repetir eso, porque a pesar de tu edad, soy capaz de darte vuelta la cara de un sopapo.
—Okey, mamá. Yo me voy: no quiero ser testigo de esta farsa. —Ezequiel se prendió un cigarrillo—. Ah, y ¡ojo! Los dos sabemos que papá no está en condiciones de aguantar una noticia como esta. Ni se te ocurra contarle.
—Tu padre tiene derecho a saber lo que le pasó a su hermano. Vos sabés cuanto lo quiere.
—No se trata de que tenga o no derecho, eso nadie lo discute. Se trata de que si le contás, lo matás.
—Pero qué le vamos a decir cuando pregunte por él.
—Nada. Que no sabemos nada, que no lo vimos. Por favor no la cagues: por una vez en tu vida, pensá en papá —dijo muy serio, señalándola con el dedo índice, y se fue.
Volvió al departamento a las diez de la noche. En el hall del edificio se encontró a su hermana, que lo esperaba para abrazarlo, llorando.
—¿Qué pasa, Ana? ¿Estás así por lo del tío?
—No: es por papá. No quiere comer y dice que no va a ir más al médico. Que lo dejemos morir tranquilo.
Ezequiel no necesitó escuchar más. Sabía perfectamente por qué su padre se comportaba de ese modo. Salió disparado hacia el ascensor y apretó el botón del quinto piso. El tiempo que tardó en cerrarse la puerta se le hizo interminable. Le temblaba el cuerpo. Nunca, jamás en su vida, había experimentado tanta impotencia y tanta bronca.
Al llegar a la puerta del departamento, revolvía los bolsillos y la mochila, y no encontraba la llave. Furioso, golpeó la puerta sin parar.
—¿Qué te pasa? —dijo la madre cuando abrió—. Tu padre está durmiendo ¿Te volviste loco?
—¡Le contaste! —la increpó Ezequiel, abriéndose paso para entrar—. ¿Tanto lo odiás? ¿Te estás vengando por lo que te hace trabajar con su enfermedad? Papá no está durmiendo. Se está muriendo. Se está dejando morir. Y es por tu culpa.
—Él merecía saber lo que pasó, hijo.
—No me digas “hijo”. Hoy prefiero no ser tu hijo. Lo que de verdad merecía papá era no cruzase en su vida con una mujer como vos. Eso merecía.
El estruendo de una cachetada retumbó en el departamento.
—No te voy a permitir que me faltes el respeto, pendejo.
Ezequiel tragó saliva, y prefirió irse sin contestar.
—No me dejés hablando sola —gritó su madre mientras él cerraba con un portazo.
Durante los días siguientes, Ezequiel no cruzó palabra con su madre. Se manejaba como si ella no existiera. Él no se despegaba de al lado del padre, quien falleció una semana después de enterarse de la muerte de su hermano.
El velorio y el sepelio del padre se le hicieron interminables. Tuvo que soportar los saludos de rigor de los mismos parientes que habían asistido al funeral de su tío. Esos parientes, que siempre fueron y seguirán siendo extraños. Era como vivir un déjà vu.
Ya lo había decidido: al terminar con esta agonía, se iría de su casa. No estaba dispuesto a compartir más tiempo con su madre.
—¿Quieren que les prepare algo de comer cuando lleguemos? —les preguntó la madre en el auto del cortejo que los llevaba de vuelta.
—No, gracias —contestó Ana.
Ezequiel la ignoró.
Cuando entraron en el edificio, Ezequiel vio una carta en el buzón. Estaba mojada y no se leía el nombre del destinatario, pero sí el número del departamento: 5 “A”. En el ascensor, Ezequiel abrió la carta, se quedó mirándola en silencio y empezó a temblar.
—¿Qué pasa, Eze? —le preguntó la hermana.
Ezequiel la miró, pero sus ojos no la veían. Después se giró para enfrentar a su madre:
—¿Por qué me mirás así? —dijo la mujer, desafiante.
—¡Asesina! ¡Hija de puta! ¿Cómo pudiste? —le vomitó Ezequiel.
—¿Qué te pasa, te volviste loco? —lo frenó la hermana, interponiéndose entre ambos.
—Mirá qué fotogénica resultó nuestra hermosa madre —dijo Ezequiel, y le extendió la carta.
Era una fotomulta en la que aparecía su madre, al volante de una desvencijada camioneta roja.