Fue Nelson quien empezó todo.
—El mar está demasiado tranquilo —dijo—. Vamos a picarlo.
Entonces Estelita preguntó:
—¿Y eso cómo se hace?
—Mentándole a su mai —respondió Andrés.
Entonces fue Aura quién preguntó:
—¿Cómo así?
Xiomara también se moría por saber. ¿Se le podía mentar la madre al mar? ¿El mar tenía madre? Pero ella no preguntaría, no diría nada, no fuera a ser que metiera la pata, que dijera algo estúpido. Ya era suficiente con que la hubieran invitado a cruzar con ellos a ver el mar. Todos tenían entre trece y catorce años y ella sólo doce. Además, Xiomara todavía era una recién llegada, a pesar de que su madre y ella tenían un año viviendo en el barrio.
Nelson se puso las manos alrededor de la boca, haciendo bocina.
—María la O, tu mai e puta y la mía no. —Todos estallaron en risas al escuchar la canción.
Xiomara, no.
—María la O, tu mai e puta y la mía no –cantó Andrés, y después los cuatro formaron un coro.
Xiomara no quiso cantar: ella respetaba al mar.
Al mar no había que provocarlo, eso era insensato —una palabra que había aprendido hacía poco—Un mar como ese se había tragado a una poetisa y a todos los poemas que no llegó a escribir; ella había escuchado una canción sobre eso. El mar escondía monstruos marinos. El mar tenía músculos macizos de agua. Y tenía también una tristeza infinita, acumulada por el llanto que vertían en él todos los pueblos que daban al mar. Eso también lo había escuchado en una canción.
A la tristeza tampoco había que provocarla. Eso Xiomara no lo había escuchado en ninguna canción ni lo había aprendido de nadie. Solo era una de esas cosas que podía sentir, como los reumáticos y los fracturados sienten en sus huesos la lluvia por caer, según le había explicado su abuela.
Pero el coro seguía, destacándose las voces de Nelson y Andrés con su tono recio, como un puño cerrado descargando un golpe. Se oían los dos entre las ráfagas del viento que acababa de desatarse.
Ahora cantaban más rápido.
—Maríalaotumaieputaylamíano. Maríalaotumaieputaylamíano…
Era un juego para ellos. Estelita y Aura se interrumpían por momentos, sin poder aguantar la risa.
Con incredulidad, Xiomara se dio cuenta de que el mar empezaba a inquietarse. Se formaban pequeñas olas, picos de agua coronados de espuma.
Los chicos ahora cantaban diferente, se reían diferente: en lugar de mirar al mar, la miraban a ella, a Xiomara. Seguían su estribillo pero le cantaban a ella. Ella era María, la hija sin padre. Las chicas no cantaron más; pero se reían disimuladamente, cómplices.
El mar, bien picado ya, se alzaba en olas que tomaban fuerza, se estrellaban contra el bajo farallón y subían como una lengua de espuma que caía siseante sobre las rocas. Pero Xiomara ya no veía nada de esto. En sus ojos, el mar se había deshecho en una aguada acuarela azul y gris.
—Déjenla ya —ordenó Estelita—. Cállate, Nelson.
Nelson calló, todavía riendo, y Andrés hizo lo mismo.
Xiomara no reconocía ese incendio que le quemaba la cara, que le ardía en la piel, que le carcomía el corazón como si estuviera hecho de papel y lo consumiera el fuego. Era la primera vez que le daba un significado al hecho de no saber quién era su padre. Era la primera vez que comprendía el real significado de los rumores sobre su madre de piel oscura, que había tenido una hija de piel clara luego de haber trabajado en una casa de ricos.
Fue Estelita quien la ayudó a cruzar de vuelta.

Xiomara nunca había cruzado sola la autopista, pero esta vez lo hizo: un impulso la llevaba de la mano y la dejó del lado del mar, al pie de las rocas filosas.
Había visto a Nelson y a Andrés cruzar frente a su casa, y lo supo: iban a bañarse al mar. Aquel día habían alardeado de eso, de que conocían un lugar por donde el farallón formaba una especie de camino que permitía tirarse al agua y volver a subir sin problema; de que a veces, a escondidas de sus padres, ellos nadaban un buen rato en pleno mar; de que no tenían miedo a los tiburones, porque esos monstruos nunca se acercaban al farallón, y otras exageraciones más.
Pero algo de aquello era verdad, porque allí estaban los dos chicos, nadando en un mar ahora calmo y fresco que parecía un estanque o una pileta en la seguridad de un patio. Xiomara veía sus cabezas pequeñitas y negras subiendo y bajando en un suave vaivén. Sus voces y sus risas eran como breves graznidos de aves en sus oídos, traídas por la brisa que a ella le pegaba la falda a las piernas.
—¡María la O —gritó Xiomara—, tu mai e puta y la mía no!
El viento se llevó sus palabras, pero Xiomara sabía que el mar oiría. Oiría su provocación, el tun-tun en su pecho, el rumor cristalino de su rabia. Siguió gritando, a todo pulmón, con una voz que salía desde una descomunal veta de resentimiento:
—¡María la O, tu mai e puta y la mía no!

Nelson y Andrés no la oyeron.
No la oirían, porque con cada grito de Xiomara el mar se encrespaba más y más, se agitaba, se violentaba, dispuesto a tragar cualquier cosa que apaciguara su ira.
Cualquier cosa.
Así fueran dos cabezas pequeñitas y negras.
El mar lo devora todo cuando le mientan a su madre.

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