No bien oyó el metálico entrechocar de las llaves de la tía Paula, quien volvía de hacer las compras, Miguel me empujó hacia la puerta del departamento, con toda la fuerza que puede tener un hermano mayor que le lleva a uno dos cabezas y media. Cuando la llave completó el giro en la cerradura, tiré fuerte del picaporte, como Miguel me había obligado a ensayar —trac-trac y tirá, trac-trac y tirá— en la puerta de nuestra pieza. Del otro lado, la tía estaría bien aferrada al manijón, porque entró trastabillando y cayó de rodillas. Y ahí nomás Miguelito le escupió con su voz grave y gangosa de retrasado mental:
—¿Nunca quisiste tener una mascota, hermosa tía linda?
La tía Paula pegó un alarido rabioso, se levantó del piso y soltó la bolsa de los mandados: manzanas, botellas y flautitas de pan rodaron por el roñoso felpudo. Y a mí el aroma al pan calentito me hizo crujir el estómago. Pobre tía Paula. Mi sospecha era que andaba con el corazón roto: la habitación que ahora ocupábamos nosotros había funcionado como el estudio de un tal Sebastián, un arquitecto muy fachero —no tanto como ella, que ella está en otras ligas— que por suerte se mandó a mudar a los pocos días en que Miguel y yo nos vinimos a vivir acá.
—¿Qué decís? —dijo la tía, jadeando, y cuando vio que Miguel andaba con el pito al aire, se cubrió la cara como si se la hubieran cruzado de un cachetazo. Y entre sus dedos crispados yo le espié la frente: las venas se le hinchaban que daba miedo.
Obvio que no era por el susto que acababa de darle Miguelito, ni por la inesperada pregunta, la de la mascota, que ella ni debió de haber oído. Las venas de la frente, a las que ahora se les sumaban las del cuello, le bombeaban tan feo porque mi hermano seguía con el pito al aire: el pito requeteparado de un gigantón de quince años.
—Nosotros sí queremos tener una mascota, tía linda Pauli —siguió Miguel, arrastrando las sílabas, y acercándose tanto a ella que el pito le rozó la pollera—. Para cuidarla como vos nos cuidás a nosotros.
Vaya ironía: como cuidadora de nosotros dos, la tía era un desastre. Y ella habrá pensado lo mismo, porque lo miró a mi hermano como si fuera una cucaracha a la que había que destripar con uno de esos tacos aguja —tacos como estiletes que yo había descubierto una tarde chusmeando en su placar—. Y yo, que me encontraba justo detrás de Miguel, por las dudas retrocedí.
Pero su reacción fue mucho peor. A punto de largarse a llorar, cerró de un portazo, deslizó la espalda contra la puerta, y se dejó caer sobre la bolsa de los mandados. Golpeó con la cola una de las botellas —en la etiqueta, leí Rutini—, que fue a chocar con otra —otro tinto de Rutini—. Y con las dos botellas tintineando me miró, y quise creer que me sonreía, que todo iba a salir bien: quise creer, en fin, que mi hermano la había convencido con aquel estúpido plan, una emboscada que consistía básicamente en agarrarla por sorpresa y mostrarle el pito, y ella, con una abrumada y fingida sonrisa nos permitía tener una mascota, con tal de sacarse de encima a Miguel el Pijudo. Igual yo tenía la sospecha de que mi querida tía ya lo había visto en pelotas: qué hacían, si no, las veces en que estos dos se encerraban en el cuarto de ella, meta soltar grititos y ruidos raros.
Los planes de mi hermano resultan un fiasco, y este no era la excepción a la regla. Pero yo siempre lo dejo planificar: si uno no le sigue la corriente, se pone pesadísimo, y hasta un poco violento. Se encierra cada vez más en ese mambo suyo de hermano mayor, y eso que apenas me lleva tres años. Qué mambo estúpido de pretender manejarme la vida, ahora que mamá ya no está con nosotros.
Y ni hablar de cuando se empecina en hacerme los deberes del cole. Tengo terror a que me encuentre la carpeta, que siempre me la deja toda tachada. Yo la escondo, pero a veces me olvido. Y, cuando eso sucede, siempre pero siempre salgo perdiendo. Como la otra noche, que me tuve que quedar bien de madrugada rehaciendo el mapa físicopolítico de la Argentina. Aunque no pude borrar del todo el desastre que me había hecho Miguelito —el muy infeliz apretó demasiado el lápiz celeste al marcar esos ríos y lagos imposibles—, y la seño Mirta mandó una mala nota por cuaderno de comunicaciones.
Igual, la tía Paula últimamente no mira el cuaderno, ni a nosotros nos mira. Si hasta dejó de llevar a Migue a la escuela especial. Y no por la plata, que a ella le sobra.
Volviendo al plan, pronto me di cuenta de que yo me había equivocado al flashear lo de la mascota. La tía se quedó un buen rato hecha una zombi, postrada contra la puerta, los ojos perdidos en la alfombra, y rumiando malas palabras. Alzó una botella de Rutini, y sin decir ni mu se fue derecho a encerrarse en su habitación. Y a mí me cruzó un escalofrío: desde el accidente que había puesto a mamá comatosa en una cama del Virgen del Carmen —yo salí del Corsa con un brazo destruido; Miguel, apenas con un rasguño en la frente, a lo Harry Potter—, no había vuelto a ver a la tía Paula tan derrotada.
Sin subirse el calzoncillo, mi hermano se mandó a los tropezones a la pieza de la tía. La llamó dos o tres veces, mientras trataba de espiarla por el ojo de la cerradura, tontamente risueño y con el pito todavía parado. Del otro lado, la tía no respondió, y pronto oí el arrastrarse de un mueble: como las habitaciones no tienen llave, ella habría bloqueado su puerta con la mesita de luz.
Ya iban a ser las doce. Yo tenía el hambre de un ogro, pero estaba claro que no íbamos a almorzar. Al menos, nada que preparara la tía. La bolsa de los mandados seguía tirada a mis pies junto al felpudo, esa alfombrita interior que dice BIENVENIDO con letras marrones y peludas. Y me dije: Yo hace rato que no me siento bienvenido.
Me puse de rodillas, a buscar en la bolsa abierta una botella de leche. Nada, ni siquiera esa porquería de leche en polvo. La tía no había comprado leche, maldita sea. Y entendí que había llegado a su límite: una mujer sana de la cabeza no vuelve del súper con una bolsa repleta únicamente de manzanas, pan y vino. Así y todo, saqué dos flautitas y una manzana, y me senté a la mesa de la cocina a comer. A comer y a pensar en todo lo que había salido mal desde aquella noche en que Gorito llegó a nuestras vidas.

II

Todo empezó dos sábados atrás, me acuerdo bien: el día anterior me habían quitado el yeso del brazo izquierdo. Con alegría, entre las nubes de polvillo blanco que la sierra eléctrica me escupía a la cara, había visto cómo el doctor cortaba al medio aquel mensaje escrito con fibrón verde:
AORA YO TE CUIDO
YO TU ERMANO
Y aunque se me había estrujado el pecho al verme el brazo bien flaco y amarillo, al menos me libraba para siempre de releer aquel espeluznante mensaje de amor que Miguel me había escrito en la escayola.
Aquella noche —la noche de Gorito, según se verá—, salté de la cama al primer ronquido de mi hermano: ya era hora de probar cuánto se habían visto afectadas mis habilidades en el Mortal Kombat. Prendí la tele y la Play, y conecté mis auriculares ASTRO A50 inalámbricos. Aparte de mi colección de autitos Hot Wheels, la Play y los ASTRO eran unas de las pocas cosas que la tía nos había dejado traer cuando nos vinimos los dos a vivir con ella, la única pariente que nos quedaba. Hacía calor, y la ventana estaba abierta. Moví la tele hacia un costado, para que el destello no le pegara de frente al dormilón. Y, como siempre, arranqué jugando con Goro. Ya había dado vuelta el juego con los veintipico de peleadores, desde el dios Raiden hasta la abrumadora Kitana, que tanto se parece a la tía Paula. Pero había un personaje que me daba más placer jugar con él que con el resto, y era el villano principal: Goro, el príncipe de los shokan, hijo del rey Gorbak y la reina Maid. Sí, Goro: el más malo y brutal de los brutales malos.
En eso mismo estaba meditando, cuando un manchón de sombras entró disparado por la ventana.
El manchón golpeó la mesita de luz, y enseguida se arrastró hacia la oscuridad debajo de la cama de Miguel.
Yo no les tengo miedo ni a las ratas ni a los murciélagos, pero sí le temo a la oscuridad debajo de las camas, ese otro material de pesadillas. Y el sobresalto me hizo gritar como lo hubiera hecho mamá. Como gritó mamá, mejor dicho, cuando chocamos contra el colectivo a causa de otro striptease de mi hermano: un grito corto, pero demasiado agudo para sentirme a gusto conmigo mismo. Y tan agudo fue el grito mío, que despertó a Miguel.
—Qué te pasa, tonto —dijo, en la penumbra—. Gritaste.
—Es que un bicho se metió por la ventana abierta. Una rata, o un murciélago. — Intenté una pausa dramática, de esas que hacen en las pelis de terror antes de anunciar que el asesino está detrás de la novia del protagonista—. Está debajo de tu cama.
Mi hermano, que al parecer tampoco les tenía demasiado miedo a aquellos bichos, se levantó, prendió la luz de su velador, y sin esforzarse ni hacer ruido levantó la cama con un solo brazo, y la corrió.
Y ahí nomás el manchón tomó forma.
No era uno de aquellos virulentos roedores sino un gato, un gato atigrado. Bajo la luz del cuarto, temblaba hecho un ovillo. Para mí todos los gatos son iguales, pero reconocí el collar con perlas que la vecina del 5to “A” le había puesto a su gato. Hablo de la vieja de jogging y rodete de piedra que lo saca a pasear con arnés y correa extensible, como si se tratara de un perro gigante y feroz. De la vieja no me sé el nombre. Pero el gato se llama —o se llamaba— Repelús, y le gusta —o le gustaba— merodear por las cornisas de todo el complejo de departamentos, a la caza de alguna paloma. Yo ya lo había querido agarrar un par de veces.
Sin tomar precauciones, Miguelito lo cazó del cogote y lo alzó. El gato largó un maullido que me puso la piel de gallo, las patas traseras sacudiéndose blandamente en el aire.
—Es una gata —dije, apenas le vi el vientre hinchadísimo, y me di cuenta de que en realidad nunca le había prestado atención al sexo de Repelús—. Está preñada.
—Va a tener gatitos. Respiré hondo:
—Eso mismo significa estar preñada, Miguelín.
—No me digas Miguelín —dijo mi hermano, y me encajó en el pecho un codazo que me dejó sin aire.
Dando bocanadas cortas, me dejé caer sobre las sábanas revueltas, y Miguel puso a Repelús junto a mí. La gata jadeaba. ¿La habrían envenenado? Con esfuerzo, se acomodó panza arriba, y recién ahí pude ver lo raro que era aquel vientre peludo: movedizo, requetegordo y de un negro azabache, contrastaba con el pelaje atigrado.
Con el dedo índice flojo, oprimí aquel curioso vientre…, y esta vez no grité ―no pude gritar siquiera― cuando del bulto creció veloz un tentáculo que buscó a tientas agarrarse de lo que lo había molestado; pero logré esquivar el contraataque. Era escamoso aquel tentáculo, y el extremo abultado se expandía en una boca con cientos de colmillos, una boca babosa que se abría y se cerraba, voraz. Miguel se alejó hacia una esquina, y el tentáculo lo siguió como si tuviera ojos. La punta del tentáculo se mantuvo como expectante, y enseguida volvió a prenderse al vientre de la gata, que extrañamente se había quedado dormida.
—Qué cosa es —dijo mi hermano, detrás de mí.
La superficie del bulto se movía en negras ondas, como un hermoso oleaje peludo. Le conté seis apéndices a los costados, todos adheridos al vientre de Repelús, y bien tiesos —igual de pegados y tiesos que aquellas flechitas con ventosa en la punta que a Miguel le gustaba dispararme a la frente, cuando se disfrazaba de indio; no me vació un ojo de casualidad—. A simple vista, al bulto no le encontré ni ojos, ni nariz ni orejas.
Mi hermano insistió con la pregunta:
—¿Qué es esa porquería que tiene prendida la gata?
Yo no respondí. ¿Qué podía decirle? Antes de que Miguel sugiriera uno de sus estúpidos planes, fui hasta el armario y saqué la caja de botas en donde yo guardaba las cosas de la Play, y tiré los juegos sobre mi cama. Entonces puse uno de los bordes de la caja contra el lomo de la Repelús, y fui moviendo el cartón como una pala hasta meter adentro a los dos bichos: la gata, que ni así se despertó, y el bulto que llevaba pegado.
Metí la caja adentro del armario. Miguelito se me vino, y juntamos las cabezas para examinar al bicho negro. Dijo:
—Parece un pulpo.
—Más bien es como una araña —dije—. Una arañota tremenda.
—Esos dientitos que nos mostró son de murciégalo. —Miguel mordió el aire—. Seguro que come sangre y todo.
—Murciélago —corregí—. Chupa sangre, no se la come.
Lo pensé un momento. Y sí: esos dientitos no dejaban mucha duda. ¿Para qué otra cosa iban a servir, si no para chupar sangre? Era de lo más raro el bulto, y me pregunté si la tía podría saber qué cosa era, si la tía —o cualquier otra persona en el mundo entero— se habría cruzado alguna vez con un bicho semejante. Yo jamás en la vida había visto nada igual, ni siquiera en esas maratones de Animal Planet que me clavo los fines de semana.
—Y tiene nariz de chancho —siguió mi hermano.
—Cualquiera, Migue. ¿Dónde le viste algo que se parezca a una nariz, me querés decir? —Noté que él se tensaba: mejor cortarla ahí mismo con mis tontas correcciones—. Pero está súper el bicho, eh.
—Si la tía Pauli los ve en la pieza, nos come crudos. —Y nos miramos, cómplices y muy sonrientes: en ciertas ocasiones, mi hermano y yo somos los más compinches del mundo.
—Nos los quedamos —propuse.
—Pero la gata es de la vieja de arriba. —Incluso Miguel había reconocido a Repelús.
—Y qué.
Sellamos el pacto entrechocando los puños. Desde muy chicos, los dos habíamos querido tener una mascota; pero mamá no lo había permitido: ante cada uno de nuestros ruegos, ella repetía que sus mascotas, sus animalitos de Dios, éramos nosotros, y que no le daba la vida para cuidar de una tercera.
—El pulpo se va a llamar… —Mi hermano se tiraba del labio—. Se va a llamar… Y a mí se me vino una idea bárbara. Dije:
—Le conté seis extremidades, Miguel. La misma cantidad que tiene Goro del Mortal Kombat. —Señalé la tele: en la grilla de guerreros, el príncipe Goro me había quedado seleccionado con un recuadro rojo, listo para decapitar a otro peleador.
―Entonces le mandamos Goro.
Me tiré de los labios yo también, imitándolo, y se dio cuenta y me lanzó un bife de mentira.
―Gorito ―dije― podría ser un buen nombre.
—Gorito —respondió, contento—. Me gusta. Suena piola.
Repelús me despertó al amanecer, con toda la energía que le había faltado la noche anterior. Por lo que pude distinguir, seguía con el Gorito prendido a la panza. No tuvo ―no tuvieron― que esforzarse mucho para despertarme: desde que comparto habitación con Miguel, yo ando con el sueño liviano. El departamento de la tía Pau no está nada mal, pero en casa teníamos un patio verde y enorme, y además cada uno su propio cuarto. Todas las noches me repito que el Infierno son los ronquidos y los pedos de los demás. Sobre todo, cuando los demás son el hermano mayor de uno, y especialmente cuando apenas me separan un par de metros de aquel depósito de bombas apestosas.
Como a la hora de quedarme paveando entre las sábanas, sonó el timbre. Seguro que era la vieja bruja del 5to “A”, la dueña ―la dueña anterior― de Repelús, buscándola piso por piso, con el rodete desarmado y el corazón en la boca. La tía no salía a atender. Estaría redormida, igual que Miguelito el Artillero en la otra cama. Y yo ni siquiera hice el intento de levantarme: fiaca total.
El timbre sonó de nuevo, y ni pelota: me quedé acostado un rato más, remoloneando. Miraba a la gata ir y venir, siempre como cargando a Goro como una mamá canguro. Era silenciosa, por suerte. Maullaba, con un maullido dulce y bajito. Permanecía largos ratos bajo la ventana. A lo mejor andaría extrañando a la exdueña. Era cuestión de mantener la ventana cerrada a toda hora.
La exdueña se habría mandado a mudar, porque no hubo un tercer timbre.
Llamé a Repelús con un mishhh susurrado, y cuando saltó hacia mí bamboleando ese vientre negro que era Goro le desabroché el collar, y después escondí el collar en el mismo lugar que escondía la carpeta del cole para librarla de Miguelito, el Rey del Garabato. Aproveché, y del escondite saqué un paquete abierto de Chocolinas, y le ofrecí una. Repelús la ignoró olímpicamente: a lo mejor habría cazado algo la noche anterior. Se sentó regraciosa a mi lado y abrió las patitas traseras como vi en YouTube que las canguras se ponen para tener hijitos. Pero Gorito ya estaba afuera de la panza de Repelús. Y así estuvo la gata un rato, olfateando con ganas al Goro, pero como sin atreverse a lamerlo.
Cerca de las once se despertó Miguel:
―¡Qué olor a meo, hermanito! Olor a meo y olor a mierda.
Y el muy maldito me obligó a limpiar ahí mismo todas las meadas y cagadas de Repelús.
Cuando el lunes volví del cole, Miguel seguía durmiendo. Y de la tía, ni noticias: cada día volvía más tarde del trabajo. Mejor, así yo podría jugar con la gata sin que nadie me molestase. La gata se me acercó con la cola enrollada y aquel vientre pesado, y nos pusimos a jugar con una pelota que encontré en la mesita de luz de Miguel. La había improvisado él mismo con mis guantes favoritos y tiras y más tiras de cinta scotch.
Aunque la notaba un poco más flaca ―capaz que el bicho la iba consumiendo―, la gata se paseaba por el cuarto con el mismo ánimo juguetón, la misma agilidad para saltar entre las camas. Pero ahora me llamaba la atención ver cómo detenía su carrera donde estuviese, y soltaba la pelota hecha de guantes, y obsesiva se dedicaba a olisquear a Gorito.
Curioso, me les fui acercando en cuatro patas. Cuando me animé a arrimar la nariz al pelaje azabache, noté que Gorito olía a algodón de azúcar.
Cuando Miguel se despertó y lo hice oler, dijo:
―El mismo olor de los panqueques de banana de mamá.
Y a mí se me ocurrió que el bicho usaba los olores como un camuflaje olfativo, una técnica de supervivencia: ¿quién sería tan desalmado para arrancarse del cuerpo aquello que huele a uno de sus recuerdos más felices?
Era extrañamente bello mi Gorito, y yo lo quería para mí. Vaya si lo quería. Sin embargo, sabía que la tía Paula iba a ser un escollo difícil de superar. La gata iba a necesitar alimento, y tal vez con la excusa de cuidarla podríamos también encargarnos en secreto de la criatura. Dos pájaros de un tiro, como quien dice. Teníamos que pensar bien qué íbamos a hacer, cómo se lo íbamos a contar sin que nos eche bien a patadas en el culo.
—Yo me encargo —dijo Miguel, y me dio un escalofrío. Para no precipitar mal las cosas, me apuré a sugerir:
—Primero le tenemos que conseguir leche.
—¿Cómo sabés que al bicho le gusta la leche?
—La leche es para la gata —dije―. ¿Entendiste?
—Ahhh… —Mentía al asentir: su cara como de resfriado me decía que no entendía nada de nada.
—A los gatos les encanta la leche, ¿no? Si le damos leche a la gata —seguí, dándole a cada palabra la entonación más amable posible, como hacía mamá, que el médico le había dicho—, nuestro Gorito también se alimenta.
Miguel torció la nariz: todavía no conseguía conectar una cosa con la otra. Dije, ya con mi paciencia al límite:
—Gorito se alimenta de Repelús.
—Ah, cierto. Come sangre.
—Un parásito —medité en voz alta.
—Y eso qué es.
—¿No te acordás de ese programa que vimos sobre la rémora y el tiburón, que la rémora se le pegaba a una de las aletas y se comía las sobras de comida que se le iban cayendo al tiburón? Como ser parásito, parásito no era. Pero es algo parecido. ¿No te acordás?
No. Vi que mi hermano no se acordaba. Pero para qué darle más detalles.

Durante los días posteriores, nos habíamos turnado para vigilar que la tía no se acercara al armario. Una precaución requeteinútil, por supuesto: la tía Paula ni se asomaba a nuestra pieza. Es más: parecía evitarla a toda costa dando rodeos innecesarios cada vez que salía de su pieza para ir al toilette.
Y la tía volvió a tener una de aquellas tardes bien raras, tardes de despecho en que se llevaba a Miguelito a la habitación ―su dormitorio, en suma―, la misma habitación que, según las malas lenguas, ella usaba para “dormir la siesta” con Sebas el Arquitecto. No estoy del todo seguro para qué se lo llevaba —si pegaba la oreja a la puerta, escuchaba retos y risas, y escuchaba también silencios sospechosos—, pero algo me imagino: nomás hay que ver la boa constrictora que le cuelga a mi hermano entre sus piernas peludas. Y, aunque fueron pocas y se cortaron pronto…, ¡qué envidia sentía yo de mi hermano, por haber pasado con el minón de la tía aquellas tardes bien raras, aquellas tardes de despecho!
Más que la tía merodeando, el problema era otro. A la ploma de Repelús parecía gustarle únicamente la leche, y yo era el encargado de racionar la poca que teníamos. En esos días, había vuelto del cole con la noticia de que la leche les hace pelota el estómago a los gatos. Un compañero del cole me lo dijo cuando se me ocurrió contarle de la gata —y sólo de la gata, eh—. Y me lo dijo tan feo y me agarró tan de sorpresa ―Sos un imbécil, cómo que no lo sabías― que en el recreo casi nos cagamos a bifes. Enseguida me fui a la sala de Informática y googleé “Qué comen los gatos”. Apenas corroboré lo que me había dicho aquel imbécil, la bronca me subió a mil. Tanto Animal Planet para qué, si yo ni siquiera sabía cuál era el alimento adecuado para darle a una estúpida gata. Pero en la hora de Matemáticas me calmé un poco: no me importaba tanto Repelús. El que realmente me importaba era Gorito. Obvio.
Teníamos que decirle a la tía, ya se nos hacía insoportable mantener el secreto. Necesitábamos que ella comprara más leche, o a lo mejor hasta alimento para gatos.
Pero las cosas en el departamento estaban cada vez peor. Yo había pensado escaparme a la despensa para comprar leche y alguna comida decente en la rotisería ―lejos habían quedado aquellas comilonas caseras que nos preparaba la tía en las primeras semanas―. Pero ella descubrió al ruidoso de Miguelito revisándole la billetera. Desde entonces la escondió, y ya nunca más la encontramos.
Y ahí fue cuando a Miguelín se le metió en el marote que era una excelente idea emboscar a la tía en la entrada del 4to “C”.

III

Muchas cosas sucedieron a partir del striptease con el que mi hermano terminó por enloquecer a la tía: como dije, ese mediodía no habíamos almorzado como Dios manda. Como la tía no volvió a salir de la habitación, a la hora de la merienda nos repartimos las últimas flautitas de pan. Y por la noche cenamos manzanas y unas fetas de queso seco que encontré al fondo de la heladera. No había Tang de naranja, así que Miguel se sirvió un vaso de vino.
Cuando volvimos a la pieza, con un poco de agua y queso —quizá Repelús lo comería esta vez—, encontramos a la gata al pie de la ventana, muerta.
Y, para peor, no había señales de Gorito: sólo la puerta abierta del placar y la caja de las botas, caída de costado. ¿Cómo habría logrado escabullirse de la pieza, si ni siquiera lo había visto moverse? ¿Aquellos tentáculos funcionarían también como veloces patas? ¿O reptaba? ¿Y si volaba?
Mi hermano trajo de la cocina una bolsa enorme, y yo metí adentro a Repelús.
Abrí la ventana: bajo la luna llena, un solitario Citroën doblaba en la esquina. Justo debajo, el contenedor de basura del complejo parecía una boca oscura y apestosa: el negro culo de la noche. Tan grande era que no hizo falta mucha puntería para embocar a la primera el tiro. Y chau gata.
Y a mí se me infló absurdamente el corazón: sentí que también era capaz de cuidar de la noche, velando por ella desde lo alto, y alimentándola con una dieta a base de gatitos muertos. A veces se me ocurren estas cosas raras.
A mis espaldas, Miguel pegó un grito.
—Shhh… —Me di vuelta para mirarlo—. Qué pasa.
—Nada —dijo, pero tenía los ojos bien abiertos y clavados en mis piernas, y yo temí que planeara encajarme una paralítica—. Me asusté. —Miré hacia donde él miraba: ahí estaba Gorito, abrazándome el tobillo, todas las sopapitas bien pegadas a mi piel, y a simple vista totalmente rígidas: la sigilosa evidencia de que me estaba chupando la sangre—. ¿Duele?
—Duele menos que la picadura de un mosquito de pico mocho —dije, más sorprendido que asustado.
Y era la pura verdad: aquel hambriento abrazo no dolía ni un poquito.
Más aún, yo no sentía nada de nada.
¿A la gata le habrá pasado lo mismo, eso de no sentir nada de nada?
Me senté sobre el parqué, con las piernas en mariposa. Cuidadosamente, tiré de esa bola peluda que era Gorito, quien ni siquiera se mosqueó. Hice una pinza con mis dedos, y agarré uno de aquellos tentáculos escamosos. Aferré y tiré y tironeé —con cada tirón el aroma a algodón de azúcar me invadía más y más—, y el tentáculo al fin se despegó con un escalofriante chasquido, mezcla del despegarse de un velcro y el chupón de las ventosas que yo les ponía en las puntas a mis flechas. Mientras se ablandaba entre mis dedos, busqué la zona en que se me había pegado a la piel: un círculo requetecolorado me manchaba el tobillo, aunque no se veía ninguna lastimadura, ni cortes ni nada. Y enseguida el círculo desapareció.
Le mostré la zona de mi tobillo a Miguel, que negaba con la cabeza.
—Sacátelo todo, tonto.
—¿Cómo querés que haga? Está pegadísimo.
—Hablale lindo. —Su voz sonaba ahora bastante preocupada—. A ver qué hace. Acaricié la ondeante superficie, y sin acercarle demasiado la cara susurré a mil por hora:
―Sos muy lindo soltame querés todo va a estar genial te vamos a dar la más rica comida del mundo soltame querés te queremos cuidar olés hermoso soltame querés.
Nada. Y me dio un sofocón. No por miedo ni por asco, sino porque yo no tenía ni idea de cómo íbamos a seguir escondiendo a Gorito del resto del mundo. ¿Qué tendríamos que hacer si se me quedaba abrazado para siempre al tobillo? ¿Conseguir una tenaza?
Miguel me puso las manos en los hombros. Y me ordenó, con entusiasmo:
—Hacele cosquillas.
Me reí de los nervios, y me encajó un piñón.
No pude menos que endurecer los dedos y hacerlos caminar a pura velocidad sobre aquel pelaje suave, y entendí que mi hermano será todo lo tarado que uno quiera, pero que en esta tenía razón: ahí nomás el resto de los tentáculos se despegó al mismo tiempo —esta vez sin los escalofriantes chasquidos—, y ya replegándolos el bicho se deslizó sobre mi zapatilla y rodó por el parqué.
Y se me ocurrió que ahora, peludo, erizado y bien redondito, se veía idéntico a uno de esos squishy que uno aprieta y aprieta cuando está nervioso. Atento a que no salieran de nuevo extremidades que buscaran prenderse de mi mano, lo alcé y lo dejé en la caja de las botas. Le puse la tapa de cartón, y me llevé a la nariz la caja cerrada: le acababa de hacer un agujero para el aire, y por allí respiré otra vez el perfume a algodón de azúcar, el aroma a sonrisas y a payasos y a motoristas intrépidos y a lona caliente. El aroma del circo, aquella única vez en que fuimos todos juntos, con papá.
De un tirón Miguelito me quitó la caja y la metió en el armario, y después se acostó en la cama. Vestido y con zapatos.
—¿Y ahora qué vamos a hacer con Gorito? —Se había puesto esas manotas en la nuca, y me miraba muy serio—. No tenemos leche.
—Ni gata.
Algo brilló en sus ojos, y lo supe: en la cabeza se le formaba otro de aquellos planes sin sentido. Se puso colorado, como cuando le cuesta decir las ideas que se le cruzan, y después de llevarse a la boca la punta de la sábana se dedicó a chuparla. Mientras me ponía el piyama, me imaginé que en el cráneo de Miguelín había una ruedita, y que el ratón que la hacía girar estaba gordo y corría con la lengua afuera. Pensé que por las orejas le iba a salir humo, cuando arrancó:
—Me meto a la pieza de la tía…
Ya me imaginaba con qué iba a salir. Dije:
―Vos estás loco.
―Loco o no loco, yo me meto a la pieza de la tía.
—¿En mitad de la noche?
―En mitad de la noche. ―Me miró con complicidad―. Y le dejo a Gorito… —Hizo el gesto de esconder algo bajo la almohada―. La tía duerme como un tronco —dijo, bostezando.
Y, aunque yo sabía que aquello no era algo natural en la tía Pau —revisándole el botiquín había notado cómo el frasco de pastillas para dormir se reducía día a día—, asentí.
Los planes de Miguel siempre son un fiasco, y este plan era —por lejos— el peor de todos sus fiascos. Porque, si algo feo le ocurriera a la tía, ¿a dónde demonios iríamos a parar nosotros dos?
Según mis cálculos, la pequeña Repelús había soportado al menos quince días el apetito de nuestro Goro. ¿Y una persona? ¿Cuánto tiempo aguantaría una persona con el parásito prendido y chupando? Sé de una tal Alicia, que se la bancó durante cinco días y cinco noches. Hasta que… Pero eso es otro cuento.
Para que esta vez todo saliera bien, tendría que encargarme yo mismo. Y para eso necesitaba convencer a Miguel de que el hermano menor estaba para lo importante: basta de abrir puertas y de limpiar meadas, basta de racionar la leche, basta.
—Esta vez me encargo yo, Miguel —arriesgué, y él me sonrió medio raro—. Todas las noches me voy a poner el despertador tempranito, para traer de vuelta a nuestro vampiro cosquilludo antes de que la tía se dé cuenta y se nos arme la podrida. —La sonrisa se le ensanchó, y ahora era la sonrisa del hermano mayor que sabe que al fin es el momento de confiarle al pequeño una tarea de vital importancia. Éramos un equipo, y yo ejecutaría el plan.
Se dio vuelta hacia la ventana, y de un manotazo somnoliento apagó el velador.
—Ni una marquita le va a dejar —dijo en voz baja. Hizo una pausa, lo oí tragar su espesa saliva. —Ya sé por qué querés ir vos: tenés miedo de que yo despierte a la tía Pauli. Seguro que tiro algo. Seguro que me le caigo encima con Gorito y todo. —No dije nada: en mi mente, lo vi caer sobre la tía, ella desnuda sobre la cama, y él con el pito bien duro—. Soy bruto, soy ruidoso, soy tonto… Pero vos nada que ver: reinteligente, un genio sos. —Suspiró—. Mi hermanito el genio. Y yo ya no puedo ser así, ¿no es cierto? —Otra pausa—. ¿O sí puedo? —Me mordí la lengua—. Está bien igual: yo cuido a mi hermanito, y mi hermanito me cuida a mí.
—Buenas noches, Miguel.
—Te quiero —dijo.
Me tiré en la cama, sin taparme, el despertador sin programar. Para qué ajustar la hora: tengo el sueño liviano. Apagué mi luz, pero mantuve los ojos bien abiertos: pronto tendría una tarea por cumplir, al fin me tocaba ejecutar a mí solito mis oscuros propósitos.
El plan —mi plan, no el de mi hermano— venía de una idea que se me acababa de pegar como los tentáculos de Gorito. Una idea que chupaba y chupaba de mi mente, y que fue creciendo y creciendo. Y esa idea me empujó a pensar en que la pobre de la tía Pau se merecía un alivio: para cuidarme como bien se merece un chico de doce años ―en una de esas hasta me invita a su habitación—, tendría que reponerse bien pronto. Y, para obrar ese milagro, ella iba a necesitar de todas sus fuerzas. Y de toda mi ayuda.
—La tía duerme como un tronco —repitió en la penumbra mi hermano, tal vez ya desde un sueño.
Y yo pensé: Vos también dormís como un tronco, Miguelín; otra que cosquillas.
Pronto lo oí dormir, un ronquido leve.
Y me quedé encantado procurando distinguir, de entre lo oscuro, cómo el cuerpo de Gorito iba tomando la forma de una sanguijuela ondulante que se expandía por el pecho de mi hermano del alma.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *