Sufría una arcada tras otra, la consumían las convulsiones. Sobre la mesa del quirófano, se arqueaba en formas imposibles.
—¡Apresúrense, activen el sistema! —dijo atropelladamente uno de los científicos—. Contamos con apenas segundos.
Y ResurrectionMachine® fue activada: por el conducto que la unía a la moribunda, una solución magenta se escurrió rumbo a la carótida.
El maltrecho cuerpo de la mujer se retorcía en sacudidas estrepitosas, y la garganta exhaló un estertor final.
—Rápido —ordenó otra de las eminencias—, oprime ese condenado botón. Si todo sale como lo planificamos, resultará.
Cuando el fluido terminó de ingresar del todo, sin que mediase otra cosa, el cadáver se agitó.
Pero los científicos no pudieron asimilar el éxito que implicaba aquel prodigio.
Porque la no-muerta hizo algo más, algo impensado: después de incorporarse y saltar de la camilla, levitó. Levitó a medio metro del piso.
Y abrió la boca, y sin moverla pronunció un extraño bisbiseo:
—N’gai, n’gha’ghaa, bugg-shoggog, y’hah; Yog-Sothoth, Yog-Sothoth…
Los científicos no podían comprender qué salía de la boca del cadáver, qué significaba todo eso. ¿Un conjuro, maldiciones? ¿Vestigios de vida inteligente de otro planeta? ¿La puerta hacia otra dimensión? ¿O simplemente, ni más ni menos, la resucitada acababa de proferir en su lengua la palabra “mamá”, esa universal demanda de amor, de protección? Ellos no podían saberlo, ni siquiera imaginar que ese cuerpo inerte había reproducido decenas de dialectos antiguos. Dialectos tan antiquísimos, olvidados hace siglos por el hombre. Dialectos tan desconocidos, quizá recitados por los primeros dioses. Dialectos tan funestos, que con sólo oírlos presagiaban un maldito final.
Un destello amatista encandiló a los científicos. Después del intenso esplendor, frente a ellos apareció una criatura envuelta con un manto hecho de harapos. Un aura mortecina rodeaba a tanta negrura. La criatura los observó con sus miles de ojos. Sonrió mostrando sus millares de lenguas. Dejó caer el pesado volumen que reposaba contra su pecho. El libro de la vida cayó abierto. Se entrevieron garabatos en lugar de nombres: un presagio de finales sin final.
Y la Muerte vio, con horror, que el flotante cadáver de la joven terminaba de abrir los ojos.
Y la Muerte desapareció, tal como había aparecido.
Los científicos la habían liberado de su eterna labor. Jamás volvería a segar una vida.
Pero los muertos ya se aprestaban a abandonar sus tumbas, con un apetito de mil demonios.