El reloj de pared del living está por dar las 19:30. Es una fría noche de otoño. En el comedor todo está listo para la cena.
Ustedes saben que en los geriátricos se come temprano: hay muchos medicamentos que dar, muchos controles de rutina que realizar, y muchos viejos que acostar.
Perdón, no me presenté. Mi nombre es Luca Venice, tengo ochenta y dos años, y hace tres que vivo en este depósito de máquinas en desuso.
El hogar lleva por nombre La Familia. Y nuestra “familia” se compone de veintiséis desahuciados: diez mujeres y dieciséis hombres.
Cronológicamente vengo después de Pedro, que tiene ochenta y tres, y bastante más de Martita, que tiene noventa y dos. Aunque Marta, a juzgar por su energía y vitalidad, parece menor que nosotros.
Me veo en la obligación de prevenirlos sobre el hecho de que en estas libretas mías no leerán nada deslumbrante ni revelador, sólo la historia de un anciano que tiene ganas de dejar algún recuerdo perdurable. Si en estas páginas logro transmitirles lo que significa vivir en un moridero como este, me daré por satisfecho.
Nos están llamando a comer. Los dejo por unos minutos, y después retomo el relato.

Hemos terminado la cena. No estuvo mal: arroz con pollo, y, por supuesto, sin una pizca de sal o cualquier otro condimento prohibido. Las comidas me recuerdan a Emma, mi gran compañera. Extraño, entre tantas otras cosas, su mano para la cocina. Ya les hablaré de mi amor eterno, por el momento debo dejarlos otra vez: es hora de acostarnos.
Qué curioso: de niños son nuestros padres quienes nos mandan a la cama; de grandes, muy grandes, de nuevo debemos acatar la misma orden, pero ahora de una enfermera.
Los pálidos y fríos pasillos han quedado en silencio. Las luces se apagan, y una a una suenan las perillas como si fueran los cerrojos de una cárcel.
Siempre nos dejan prendida la luz de la habitación por media hora más, así aquellos que todavía vemos razonablemente bien, podemos leer antes de dormirnos. Mañana nos llaman a las ocho para desayunar y salir a caminar.
Cuando salgo y respiro el aire fresco, me brota un deseo desenfrenado: volver a disfrutar los placeres de la vida, cosas que de joven son de lo más común. Y pensar que a esa edad loca no le damos el valor que realmente tienen. Qué tarde aprendemos.

Es una hermosa mañana. Perdón que no me despedí ayer, pero apagaron todas las luces, y no pude seguir escribiendo acá.
Durante el desayuno nos enteramos de que Martita, de quien ayer, justamente, había elogiado su vitalidad, no pasó la noche. Vamos a extrañarla.
Sé que para ustedes suena frío que le dedique tan pocas palabras de despedida, pero… ¿saben qué? En tres años de durar en este museo arqueológico, me acostumbré tanto a convivir con la muerte que, cuando se muere alguien, pienso en una única cosa: el próximo seré yo.
―Chau, hasta pronto ―le digo al hijo de Martita, que vino a terminar unos trámites. Buena persona, como lo era su madre.
Sobre las “pérdidas afectivas”, como llaman acá las psicólogas a las muertes de la gente nuestra, déjenme decirles algo: más difícil que sufrirlas es encontrar los reemplazantes.
Bueno, veo que me estoy poniendo melancólico. Mejor voy a caminar con el viejerío por el parque, y después sigo.

¡Pucha, que volví cansado! Hoy las chicas me dejaron empujar la silla de ruedas de Guillermina, bajo el sol. Guillermina es una mujer sabia, nos pasamos horas charlando juntos. Le tengo aprecio. Pero hay quienes la catalogan como una vieja de mierda, por su carácter fuerte. Y además es cierto que muchas veces se la ve triste. Se lo atribuyo a todo lo que ha sufrido. El hijo, según ella cuenta, los abandonó con el consentimiento del padre, en busca de un futuro mejor en otro país. Dos meses después, al marido lo partió al medio un infarto mientras tomaban el té.
En nuestra última conversación, Guillermina se enojó conmigo por lo mismo de siempre: me recrimina con que vos, Luca, vivís justificando a aquel ―“aquel” es Damián, mi hijo, que realmente me visita bastante poco―, y no deberías andar defendiéndolo tanto.
―Damián ―le dije, aunque sin la más mínima convicción― tiene mucho laburo. Es una persona muy ocupada.
―¿Ves, pánfilo? ―Me hizo montoncito con los dedos, con una mirada de a otro perro con ese hueso―. Qué cándido que sos. Venir únicamente dos o tres veces al año a visitarte, viviendo en la misma ciudad, no tiene justificativo. ―Calló. Y ahí le vi en los ojos una mirada rara, que en aquel momento no entendí―. Deberías darle un escarmiento.
Puede que tenga razón, no sé.
Guillermina es también mi gran rival en el ajedrez. En muchos aspectos me recuerda a mi Emma. Todos los demás vejestorios juegan a las damas o al dominó, y nadie se nos acerca a espiar cómo van nuestras partidas. Adivino que, para muchos, Guillermina y yo somos los “raros”. Algo parecido nos pasaba con mi Emma.
Emma. No quiero ser reiterativo trayendo su nombre una y otra vez, pero no puedo evitarlo. Emma fue mi esposa, mi amiga, mi amante, mi todo. Estoy muy agradecido a Dios por el regalo de haber compartido cincuenta y tres años a su lado. Sólo hubiese preferido irme antes que ella, pero sé que eso es muy egoísta de mi parte.
¡Ay! Estas puntadas que me atraviesan el pecho hasta la espalda me dejan sin aliento. Y no hay nada que hacer para remediarlo: al óxido de los huesos no hay menjunje que lo lubrique. Voy a acostarme un rato, tengo palpitaciones que no me gustan. Culpa mía claro está: primero me hice el macho empujando por demás la silla de Guillermina, y después me fumé a escondidas un cigarrillo.
Bueno, no doy más. La cama me espera.

¡Hola, amigos! Después de cinco días retomo esta nueva libreta. No, no me olvidé de ustedes. Seguro que se acuerdan de las puntadas en el pecho, ¿no? Los médicos me tuvieron unos días en cama, con suero y cables por todos lados.
―Ya se encuentra estable ―me dijeron―, pero hay que controlarlo.
Lo cierto es que zafé una vez más, y sigo peleándola.
Guillermina vino a buscarme para tomar un té y jugar una nueva partida. Y, mientras acomodábamos las piezas en cada escaque, me tiró una patadita ―otra― contra Damián:
―¿Tuviste noticias de aquel? El último whatsapp te lo debe de haber mandado hace dos meses.
No le respondo. Pero tiene razón.

El sol de la tarde penetraba las ventanas trazando figuras con las sombras en el hall del hogar. Después de terminar el té que aquella vieja le había convidado, Damián guardó las libretas del padre en la caja que le entregaron los de la administración, con las otras pertenencias. Frente a él, jugando con la dama negra entre los dedos largos y retorcidos, esa tal Guillermina lo miraba muy sonriente.
―Qué tiene de gracioso, señora.
―Me da pena pensar que voy a extrañarlo, ¿sabés? Aunque esto que estoy viendo en tus ojos me compensa. Es bueno saber que darle uno de mis tés a tu padre ha valido la pena.
—No entiendo. ―Damián la miró, suspicaz.
—No me extraña que no entiendas, si nunca entendiste nada. ¿Estaba rico?
Damián miró incrédulo la taza, y enseguida a la vieja.
—Veo que estás empezando a entender, querido.
―¿“Querido”? ¿Quién le ha dado conf…
―… hablando de dar, alguien tenía que darte a vos un buen escarmiento.
Él mismo se sorprendió cuando la taza se le escapó de las manos para estrellarse contra el piso.
―¿Qué está…? Qué… me está pasando.
Y entonces Guillermina dijo, torciendo los labios en una maligna curva, aunque quizás aquel desalmado ya no estaba en condiciones de oírla, y mucho menos de entenderle:
—Contame, querido: ¿te gustó mi té de almendras amargas?

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