Manfred pulsó el control remoto, y los desastres que estaban sucediendo en todos los barrios y las plazas del país —en Plaza de Mayo, sobre todo, con fusilamientos, quema de los portales de la Catedral y derribo de helicóptero incluido— se apagaron junto con el televisor. Para qué seguir mirando los saqueos, los ocupamientos de sindicatos y comisarías, las tomas de colegios y de viviendas, las masivas ejecuciones sumarísimas, si ya no estaban transmitiendo en vivo desde hacía rato. Sí: había llegado la situación SHTF, en versión nacional, y era hora de poner en práctica todo lo aprendido en cada foro de survivalismo que venía visitando desde hacía décadas. Más precisamente, desde que se le había metido en la cabeza que tarde o temprano iba a suceder en Argentina lo mismo que en la ex Yugoslavia o en la Ruanda de los años 90. O, sin ir más lejos, en la Venezuela del asesinado presidente Maduro, que Dios lo tuviera en su gloria y que no lo soltara nunca jamás.
Terminó de preparar el último sándwich, lo envolvió en papel de aluminio y lo metió en la heladera portátil, a hacerles compañía a los otros. Los miró antes de ponerles la tapa: así amontonados y envueltos en aluminio se adivinaban exquisitos, y le recordaban los que aparecían en la boda de la hija del Padrino al comienzo de la película. O los que preparaban con Katia cuando con los chicos —todos ya bien adultos y felizmente en el extranjero— iban a pasar el domingo en el Tiro Federal. Y ahora estos sándwiches le recordaban aquellos viejos buenos tiempos, sí.
En cuanto al presente, sobraban para abastecer a las tres familias que vivían a cinco kilómetros, más allá del bosque: seguro que los vecinos vendrían a tocarles el timbre a ellos —a Rambito y Rambita, como les decían “en broma”—, a suplicarles comida. Nunca supo cómo, porque él venía preparándose con toda discreción, pero la zona estaba al tanto desde hacía años de que él y Katia, ya en sus sesenta y pico, eran “dos chiflados por la poronga esa de la supervivencia”, como le oyó decir una vez al ocupa de la tapera más cercana.
Poronga o no poronga, ellos dos estaban más que preparados. Pensó en lo que les decían a los chicos los amigos, cuando empezaron a abastecerse, a equiparse y a idear planes de acantonamiento, fuga, ataque y defensa: Cuando venga el Apocalipsis Zombi, yo vengo a refugiarme en lo de tus viejos. Y se reían de lo lindo los pibes. Y los amigos, gente de la edad de él y Katia, se les burlaron al enterarse de que se iban a vivir a la Loma de los Quinotos, en medio del campo. Y todos los chistes giraban siempre sobre lo mismo. Por qué llevás eso a todas partes, Manfred —se referían a su extremadamente filoso Becker Necker, o a su KA-BAR Mule o al fierrito que portara él en ese momento—. A quién pensás matar, Manfred. No seas paranoico, Manfred. ¿Vos le pegarías un tiro a un pobre chorro que tiene que afanar para vivir, Manfred? Cómo debe de pesarte esa riñonera siempre encima, Manfred. Qué llevas ahí adentro, Manfred. ¿Y el silbato es para laburar de referí, Manfred? Por qué esa linterna, Manfred, si tenés la del iPhone. Por qué el encendedor, Manfred, si vos no fumás. Por qué una mochi tan grande, Manfred, si vos vas solamente al Tiro. ¿No te da miedo de que te paren por la calle, Manfred? Qué decís, Mad Max. Qué decís, Rambo. Qué decís, MacGyver.
Pero eso sí: él jamás les negó una sola herramienta o una taza de azúcar. Ni a ellos, los de Buenos Aires, ni tampoco a los no muy cercanos vecinos de acá, los negros de la Loma de los Quinotos. En cualquier asado, era infaltable el clásico Me prestás la navaja, Manfred, que no traje el destapador.
—¿Es china, Manfred?
—Es suiza, la concha del mono.
Y se le vino a la mente la madrugada en que disparó el Magnum desde la ventana del departamento, todavía en Buenos Aires, cuando al pizzero de enfrente le quisieron entrar. La vidriera de la pizzería cayó hecha añicos, y los chorros se dieron a la fuga. Pero a él únicamente vino a estrecharle la mano un solo tipo. Un solo tipo en todo el barrio. Usted es un valiente, Manfred, le dijo el tipo. Y después la mujer del pizzero empezó a mirarlo al Loco del Revólver con cara de pagame la vidriera.
¿Dónde estaría toda esa gente ahora, sin siquiera un puto plan?
—Abajo de la cama —dijo en voz alta alzándose de hombros—. A lo mejor agarrando un cenicero bien pesado o un Tramontina.
Levantó la heladera portátil con los sándwiches, y a su vez la metió en la heladera-heladera. Volvió a prender el televisor, pero lo único que aparecía de la catástrofe eran imágenes ya emitidas. Igual lo dejó prendido, por las dudas.
Se puso a perimetrar desde adentro el Manfredbúnker, a verificar que las ventanas y las puertas estuvieran selladas bajo siete llaves. El Manfredbúnker. Los divertía a él y a Katia haber adoptado ese nombre: así habían empezado a llamar a su casa, cada año más pertrechada. Jamás los pocos amigos que los visitaron desde la mudanza dejaron de tildarlos de paranoicos; pero él sabía que ellos dos, con toda la munición, las provisiones y las herramientas y los equipos electrónicos que llevaban acopiados, podrían resistir cualquier situación SHTF.
—¿SHT… cuánto? —le había preguntado Katia hacía tiempo, la primera vez que él le lanzó el acrónimo durante las publicidades de The Walking Dead, cuando veían uno de los últimos episodios de la tercera temporada; lo recordaba perfectamente, porque Daryl Dixon ya había cambiado su ballesta Horton por una Strykezone capaz de lanzar flechas a más de una cuadra por segundo.
—SHTF, Katy. SHTF situation. Es la sigla de When the shit hits the fan. Cuando la mierda pegue contra el ventilador. Así llaman en los foros al Gran Desastre. ¿Te acordás de lo de la caja de Pandora?
—Entiendo, sabihondo —dijo ella—. Una situación de guerra. Un tsunami.
—Peor.
Katia se quedó pensando, mientras Daryl reaparecía en la pantalla para seguir buscando a su hermano Merle. Y dijo, señalando al pibe, que ya empezaba a cargarse a unos cuantos caminantes con su ballesta:
—El Apocalipsis Zombi vendría a ser una SH… Bueno, eso.
—Una SHTF. Y sí, tenés razón: el Apocalipsis Zombi califica para una situación semejante. Incluso hay militares de Estados Unidos que diseñaron un plan antizombi.
—Jodeme. —Katia abrió grandes los ojos.
—Es que usan la hipótesis como entrenamiento, ¿me explico? No porque crean en los zombis.
—Mejor prevenir que curar.
—Exacto, mi reina. Si uno está preparado para defenderse de los muertos vivos, está preparado para defenderse de cualquier cosa.
Katia, qué genia. Del dormitorio le llegaban sus ronquidos, señal de que estaba tranquila a pesar de que décadas de régimen partidocrático, derechos humanos selectivos y un electorado tan corrupto como sus propios políticos habían terminado por destapar del todo la caja de Pandora.
Se alegró de haber llegado a viejo —bueno, le faltaba para considerarse un viejo— al lado de una mujer tan compañera. Katia hasta usaba pantuflas y bombachas camo porque, además de que le quedaban de 10, sabía que a él le gustaba verla con ese diseño encima. Aparte era una esposa comprensiva con sus compras, y además sabía de armas lo suficiente como para que ninguno de los dos se aburriera cuando él le mostraba los nuevos juguetes. Incluso en el polígono se la apreciaba como buena tiradora, si se tenían en cuenta sus más de sesenta años y que iba al Tiro muy de vez en vez, y mucho menos después de la mudanza. Sí: ella contribuía mejor que nadie a su buen funcionamiento.
Ahí viene el primero, se dijo Manfred volviendo al presente.
Tal cual: entre los barrotes de una ventana del fondo vio que del terreno arbolado se acercaba en bicicleta ese negro flaco y petiso, con la gorrita de Adidas. El mismo vecino que un día, cuando se lo cruzaron en el supermercado del pueblo, les dijo muy sonriente —y “en broma”, eh, siempre “en broma”—, Rambito y Rambita. Ese fue el irrespetuoso que hizo circular entre las tres familias vecinas esos apodos de mierda.
Manfred soltó la traba de la pistolera y palpó la culata de su Desert Eagle —lo mejor de la industria judía después del Hot Pastrami neoyorquino—: el negro de la bici tenía todo el aspecto de no haber comido desde hacía rato. El negro se bajó de la bicicleta, medio tambaleándose, y arrastró hacia la ventana de Manfred ese par de zapatillas harapientas. Un ciruja. Venía muy seriote. Y, cuando desplegó un plástico negro que traía abajo del buzo agujereado, a él le dio un poco de lástima: era una bolsa de consorcio.
El show de la cigarra y de la hormiga está a punto de comenzar, se dijo Manfred. Y no se equivocó. Entreabrió la ventana.
—Hola, don… —empezó a decir el negro, y al hablar reveló una dentadura que a Manfred le provocó un conato de compasión; sentimiento inconveniente: era preferible sentir pena, antes que compasión—. Vengo a… —No se animaba a hablar, era evidente que alguna dignidad le quedaba.
Llamame Rambito ahora, pensó Manfred, y siempre de este lado de la ventana y sus barrotes lo instó a seguir hablando:
—Qué le anda pasando, amigo. Necesita algo.
El negro seguía callado, y entonces Manfred advirtió un movimiento, más allá del tipo: otro negro salió de entre la fronda. Y se quedó quieto Negro 2, bajo una acacia, como esperando de Negro 1 una gestión exitosa.
Manfred desenfundó la Desert Eagle y apuntó directo a la cabeza de Negro 1, que empezó a lloriquear.
—Yo sé que alguna vez dije que usté estaba… medio loco —dijo como mejor le salió—. Pero sabe que tengo a la patrona y a los chicos con hambre, ¿viste? El chino del pueblo está sacado, dicen en la tele.
—Saqueado, querrás decir —dijo Manfred sin dejar de apuntar a dos manos la bruta Desert Eagle.
—Bueno, eso.
—¿Y? ¿Tenés hambre?
Negro 1 bajó la cabeza. Asintió.
Y Manfred tenía bien presente un patrón verificable no sólo en el cine catástrofe o en The Walking Dead. No importaba la extracción social o el grado de educación y de instrucción que tuvieran los no-preparados; todos —invariablemente todos, ya fuesen juntapuchos o profesionales, dirigentes cagados en guita o dirigidos empobrecidos—, todos seguían este comportamiento básico y gradual:
Fase A. En condiciones socialmente estables, burlarse del prepper por aprovisionarse absurdamente en previsión de algo que jamás sucederá.
Fase B. En condiciones socialmente inestables, rogarle al prepper que no sea malo y que comparta algunos de los alimentos y suministros y medicinas y municiones que el muy paranoico vino acumulando en previsión de la catástrofe.
Y el prepper por lo general es un tipo solidario, y cede nomás parte de su comida o de su equipamiento, siguiendo aquella política del buen vecino que sensatamente dicta la moral cristiana. Y más si es un prepper bueno, lógico.
Pero después viene la…
Fase C. El prepper —sobre todo el prepper bueno— es rogado por segunda y por tercera y por cuarta vez, y etcétera.
Y por último se desencadena la…
Fase D. El prepper —sobre todo el prepper bueno, conste— es saqueado y brutalmente asesinado por aquellos desesperados vecinos que él mismo —de puro bueno— alimentó a costa de dejar a su propia familia con menos víveres y equipo.
Y cuando Manfred estaba imaginándose cómo arrancarían del Manfredbúnker su cadáver y el de Katia, y aquellas tres familias de negros pobretones vinieran a instalarse en su fortaleza a devorar toda la comida que habían pacientemente almacenado —él y Katia podrían sobrevivir durante años, con todas las provisiones acovachadas—, la voz de Katia le llegó a sus espaldas y con un tono de cautelosa firmeza:
—¿Qué hay, querido?
Al darse vuelta, de un vistazo comprobó que Katia empuñaba el LadySmith .38 Special que él le había regalado dos navidades atrás. Con esa arma era infalible.
Bien por mi potra, se dijo, sintiendo una orgullosa erección y apuntando desde la ventana, alternativamente, a Negro 1 y a Negro 2.
—Vos cubrí al grandote del fondo —le dijo con voz tranquila a Katia y asegurándose de que Negro 1 lo escuchara—, que yo voy a la cocina a ver qué encuentro para darle a esta pobre gente.
Katia obedeció: ahora era ella quien triangulaba a aquellos dos muertos de hambre.
Pronto Manfred volvió con los sándwiches y una mortadela de máquina y un par de tiras de asado que conservaba en el freezer nuevo, aparato más grande que una bañadera.
—Gracias, don.
—Gracias, don Rambito —corrigió Manfred, serio.
Negro 1 no supo qué cara poner. Abrió la bolsa de consorcio. Y él estaba por pasarle la comida a través de los barrotes de la ventana, cuando antes dijo:
—Tengo una condición, mirá. Compartí todo esto con las otras dos familias de tu zona. No sabemos qué puede pasar, pero de hambre en los próximos días no se van a morir.
A Negro 1 se le iluminó la cara. Se dio vuelta y señaló a Negro 2.
—Es lo que pensaba hacer dende antes de venir a pedirle —dijo, de nuevo ante Manfred (Katia se había ido con el .38 a inspeccionar la puerta blindada y las ventanas del frente del Manfredbúnker)—. Por eso me vine con mi cuñado.
—Entonces sí.
Cuando los negros se fueron, recontentos con su bolsa llena, Manfred le dijo a Katia:
—Zona liberada, mi amor. Seguí durmiendo tranquila.
Katia asintió, y fue al dormitorio. Y antes de meterse en la cama guardó en su mesa de luz el LadySmith, con un cartucho en cada uno de los cinco alvéolos. Gracias a Dios que no había tenido que usarlo.
Gracias a Dios y a Manfred, se dijo, que es un genio total.
No había nada que hacerle: cada día estaba más enamorada de ese hombre tan hombre, y bendito sea el día en que empezó a joder con todo ese rollo de la supervivencia.

Días después, y a unos cinco kilómetros más allá del bosque, los efectivos de la patrulla de Defensa Civil no podían creerlo: era la tercera casa que encontraban apestando a muerte, con las moscas y las comadrejas haciéndose un festín en los cadáveres de hombres, mujeres y niños.
—País de mierda —dijo el jefe de la operación cubriéndose la nariz, y se preguntó por qué también las mesas y los pisos de esta otra casa estarían plagados de tanto papel de aluminio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *