Los párpados me pesan. Quiero abrirlos, pero no puedo. Intento restregármelos, pero no puedo.
Trato de aguzar mis sentidos. Oigo voces que no sé de dónde provienen.
Huele a demasiado limpio, como el olor de un hospital.
Quiero abrir los ojos, pero una luz muy intensa me enceguece.
Sí: sospecho que me han abandonado en una cama de hospital.
Hago memoria, y noto que las manos ―¡atadas a la cama, cosa insólita!― me tiemblan como si padeciera un ataque de pánico. ¿Por qué aparecí en un hospital, con la sensación de haber sido dejado a la buena de Dios? Me pregunto qué habrá sucedido. ¿Acaso sufrí algún accidente?
Intento mover los pies, y las correas me raspan los tobillos. Logro hacerlo: mis pies están bien.
Pero, al fin de cuentas maniatado, quisiera gritar. Y mi voz no me responde.
Otra vez gente que habla, esta vez más cerca: chica joven ― novia ― charco de sangre es todo lo que alcanzo a distinguir.
Acaso hablan de Angie. ¿Le habrá pasado algo?
Necesito levantarme, necesito saber que ella está bien. Me sacudo, pero es como si me moviera dentro de un saco de dormir: pienso en una mariposa que no puede salir del capullo.
Esta vez logro entreabrir los párpados, apenas. La luz me molesta. Mis pupilas van acostumbrándose, de a poco: me veo a mí mismo tratando de moverme. Y una enfermera viene a mi cama, corriendo. Me mira a los ojos, y su expresión… ¿Cómo definir esa expresión? Lástima quizá.
Me inyecta algo, no puedo resistirme. Ahora leo rencor en sus ojos, como si me estuviese juzgando por vaya a saber qué delito.
¿El accidente se habrá producido por mi culpa?
Quiero preguntarle, pero siento de nuevo la pesadez en mis párpados.
Y ya nada más.
―¡Iván, despertate! ―me dice Angie, con su voz un poco rasposa y adormilada―. Hace quince minutos que suena tu alarma, tenés que levantarte.
Me giro a apagar la alarma del celular. Y vuelvo a mi posición anterior.
Atraigo hacia mí el cuerpo de mi novia. Quedamos pegados, acurrucados. Y le meto la nariz en el cuello.
―No empieces, Iván el Terrible, que necesito dormir un ratito más. Comportate como un buen chico y levantate, o vas a llegar más tarde que nunca.
―Si te tengo tan cerca ―le beso el cuello―, no puedo comportarme como un buen chico. ―Bajo a los hombros: la piel es suave, tibia. Le hago notar mi erección entre sus nalgas. Acomodo las manos en esas tetas firmes. ¡Oh Dios, cómo amo sus tetas!
―Sos un novio desconsiderado ―dice, quejándose en medio de mohines y con voz de nenita―. No me dejás dormir.¬
Entonces la suelto, y me levanto rápido de la cama.
―Bueno, seguí durmiendo tranquila. Me voy a bañar, que llego tarde.
―Es joda, pensás dejarme caliente. ―Se levanta como un animal voraz, y salta sobre mí a lo koala: enreda los brazos en mi cuello, y las piernas en mis caderas. La atrapo riendo y la llevo así conmigo al baño, besándola, y volvemos a abrazarnos bajo la ducha.
Angie es lo más maravilloso que me pasó en la vida.
La amo tanto, no me imagino mi vida sin ella.
Vuelvo a sentir la pesadez de mis párpados rugosos. En realidad, no hay una sola zona de mi cuerpo que no me pese.
¿Estaba soñando, o estaba recordando? Ya no lo sé, el caos de mi mente me confunde.
Angie… ¿Por qué no está conmigo?
¿Dónde…?
Trato de hacer memoria. Y revivo el chillido de las sirenas, y las luces rojas girando, y la gente gritando.
¿Qué pasó? ¿Por qué no logro recordar?
Apenas consigo abrir los ojos. Y otra vez la luz me enceguece, hace que me duela la cabeza.
La puerta se abre, y entran dos mujeres: una da indicaciones, y la otra asiente callada. Hablan de bajar mi dosis y de tener cuidado porque, según dice la de indicar, no se sabe cómo reaccionaré al ir despertando.
―Qué lástima, mire qué bueno que está el tipo. ¿Va a recuperarse?
―Me encantaría decirte que sí, pero vaya a saber.
Percibo una mano sobre el pecho, que enseguida baja a palparme la panza. Pasa sobre mi sexo, y después me acaricia las piernas. Pero no la siento directamente en la piel, acaso me cubre alguna especie de bata o piyama.
―Qué pena ―dice la que me tiene ganas. Y salen las dos.
Necesito saber qué está pasando, por qué estoy acá. Y, sobre todo, necesito saber dónde está Angie.
―¡Angie! ¡Amooorrr!
La puerta se abre de nuevo.
―¿Quién es Angie? ―La que entra ahora es otra enfermera, la misma que me ha puesto la inyección ayer o cuando carajos haya sido: ya no sé cuántos días hace que estoy acá; capaz que fueron horas, pero se sienten como semanas.
―¡Angie! ―vuelvo a gritar buscando respuestas en esa expresión amable pero vacía.
―¿Angie es tu novia? ―Asiento con la cabeza―. ¿No te acordás de nada? ―Niego, también con la cabeza.
Ella me acaricia la frente, me lleva el pelo hacia atrás.
―Lo lamento, flaco. Ya va a venir la doctora de nuevo.
Vuelve a ponerme una inyección.
―¿Dónde está? ―digo―. ¿Por qué no vino a verme?
―¿Vos te creés que la doctora está para vos solo?
―No hablo de la doctora, perdón. Hablo de mi novia.
―Epa, corazón. ―Me mira raro―. ¿En serio que no te acordás?
Le devuelvo la mirada, le ruego una respuesta.
―Lo lamento ―dice, y se va.
Y yo otra vez empiezo a dormirme.
Abro los ojos, muy despacio.
La luz es más tenue. ¿Seguiré en el mismo lugar?
No, no es el mismo lugar: no estoy en una cama, estoy acostado en el piso. Pero se siente cómodo, acolchado.
Por una ventana alta, veo que es de noche. La luz tenue viene del techo.
Sigo sin poder mover mis brazos, y trato de sentarme pero no puedo. Por la sensación de opresión en el cuerpo sé que me han atado. O acaso me han puesto una camisa de fuerza.
El temor me agita el pecho. Y sobre todo la incertidumbre, porque no sé dónde estoy.
¿Y si fui secuestrado?, me pregunto, y las ataduras o la camisa de fuerza o lo que fuese no impiden que me atraviese un escalofrío.
Quizás, al ver que nadie venía por mí, me sacaron del hospital para vender mis órganos.
Eso es lo malo de estar solo en el mundo.
Pero yo ya no estoy solo. Yo tengo a Angie.
Aunque… ¿dónde está?
Los recuerdos vienen en ráfagas, poco claras al principio.
Oigo sirenas, gritos. Veo un charco de sangre. Pero de quién es. Y tanta sangre, además. ¿Y si en una de esas…?
¡Pensá, Iván, pensá! Siempre fuiste bueno pensando.
Me doy la cabeza contra la pared para que las ideas se me acomoden, y descubro que la pared es tan suave como el piso.
Me acuerdo de la Estatua de la Libertad. Sí, sí: estuve de viaje por Nueva York, y quería volver pronto porque extrañaba la risa y la calidez de Angie.
Evoco ahora con súbita claridad la pregunta de la doctora que me entrevistó: ¿Qué recuerda, señor Landa?
¿Cuándo fue eso? ¿Por qué no me acordaba de haber hablado con alguien?
De nuevo viene la imagen de la doctora sentada frente a mí, tomando notas de vaya a saber qué cosas que dije.
Voy armando el rompecabezas en mi mente, breves imágenes que me llegan de prepo.
¡Fueron veinte puñaladas, señor Landa!
¿Entonces fue que yo…?
¡IVÁN, NO ES LO QUE PIENSAS!, gritó Angie mientras yo derrumbaba a trompadas a mi mejor amigo, que cenaba a solas con ella cuando volví del viaje.
¡Ah sí! ¿Cómo no? ¡¿Creen que soy estúpido?!
¿Acaso es una broma, o qué?