Virgilio Sarte está muerto. Bien muerto. Absolutamente muerto. Nadie lo sabe todavía, excepto yo. Lo estoy viendo, tirado ahí en el suelo, mientras su sangre mana con sigilo. Cualquiera diría que esa sangre es un animal reptante y muy rojo, un parásito que huye en busca de otro huésped. Cuando se ve la sangre derramarse así, como algo que no debería derramarse así, uno tiene el impulso de detenerla o de echar a correr. O de desmayarse, si se es alguien impresionable.
Es extraña la sangre. Su calidad de líquido espeso la hace correr lenta, al menos corre más lentamente que otros líquidos. Y al verla ahora, saliendo del cráneo destrozado de Virgilio, pienso en una tortuga: su parsimonia da la impresión de una facultad inservible, un estorbo que no le permitirá llegar a ninguna parte. Y sin embargo, si no se le pudiera atrapar, llegaría a algún destino. Pero esa sangre, la sangre de Virgilio Sarte, no llegará a ningún lado. Dentro de poco, se espesará aún más, y la coagulación la hará detenerse. Cambiará de color, pero no podrá salir nunca de la frontera del rojo, así como Virgilio ya no podrá salir nunca del país de la muerte, al que acaba de entrar con la cara rota.
Si hubiera alguien más aquí, comenzaría la alarma, las preguntas: que por qué, que cómo es posible, que cómo nadie fue capaz de prevenir esta tragedia. Pero todas esas preguntas, esa alarma, llegarían muy tarde. No hay vuelta atrás para Virgilio Sarte. No hay vuelta atrás para mí. Lo maté. Lo he matado como se mata a un perro para que no estorbe, y a un caballo para que no sufra más. Con esa mezcla de desprecio y piedad se ha gobernado mi mano, y le he dado un tiro en la cabeza sin que me temblara el pulso. ¿Para qué temblar, llegado el momento, ante algo que se ha meditado tanto?
Si hubiera alguien más aquí, si alguien me preguntara, si alguien pudiera preguntarme el porqué, yo podría elaborar una larga lista de razones. Podría incluso prescindir de la lista, no hacen falta listas para matar a nadie. Basta con una sola razón decisiva. No importa si esa razón es la menos racional de todas. Yo tengo —¿o debo decir tuve?; ¿es momento ya de empezar a hablar de esto en pasado?—, yo tengo esa razón decisiva, pero ahora no logro recordar claramente cuál era. Advierto en mis pensamientos cierta turbidez, como la visión borrosa a través del cristal de una ventana, distorsionado por la lluvia.
Creo que fueron celos. Éramos tan distintos. Él solía ganarse el favor de la gente, la simpatía. Cuando no estaba, me fastidiaban todo el tiempo requiriendo sus virtudes, su afabilidad. ¡Qué necia suele ser la gente! Yo sé que con el tiempo me fui convirtiendo en un amargado, y que los demás lo advertían y que cada vez se mostraban más reservados conmigo, influidos ya por un rechazo inconsciente y a veces no tanto. La ausencia de Virgilio, entonces, se hacía más palpable. Pero…, ¿qué podía hacer yo, si a él le había dado por encerrarse, por hacerse el hosco, el depresivo? Por parecerse más a mí, en suma.
Yo lo odiaba a Virgilio. Pero quizá lo odiaba de una manera genérica, como me odiaría a mí mismo en mi condición de ínfimo miembro de la raza humana, a la que detesto. Y mi odio contra él no se debía a ninguna causa en particular. O quizá la causa ha desaparecido, ahora que está muerto. Así como no se debe hablar mal de un muerto, según dice la gente, tal vez, de esa misma manera, no se siente uno capaz de odiar a un muerto; no importa si es uno mismo quien le ha dado muerte, ¡y precisamente por odio!
No. Todo se ve diferente ahora, únicamente porque Virgilio está muerto y he sido yo quien le ha dado muerte y no otro. Yo me siento distinto. No me impresiona la sangre, no tiemblo ante la idea de haber matado a alguien —a Virgilio, a Virgilio…—; no tengo miedo a las consecuencias, porque nada hay que temer ante lo que no vendrá, ante lo que no puede venir. No es nada de esto. Es simplemente que me invade una extraña lasitud, una inacción vaporosa como la de las aves cuando llueve. Si tuviera que empuñar de nuevo el arma, no podría. Se me caería de la mano como si atravesara una niebla. Es más: ni siquiera podría levantarla de donde está ahora, en el suelo, muy cerca de la mano de Virgilio.
Curiosa, la muerte. Siempre medité en su excepcional condición: lo es todo para el que queda vivo, nada para el que muere. Pero no es en esto en lo que radica su rareza, creo, sino en lo contrario: en la absoluta imposibilidad para el vivo de descubrir la naturaleza de la muerte. Porque la muerte no es el cuerpo que se enfría, los músculos que se ponen rígidos, unos cuantos gramos que se esfuman ni un hervidero de bacterias que transforman la carne. El vivo sabe todo esto, sí. Puede describir el proceso, puede catalogarlo, pesarlo y medirlo; pero en el fondo no sabe nada, porque todo eso son datos que la muerte deja atrás, como quien rechaza algo trivial.
La muerte es un portazo en las narices del vivo. La muerte pertenece al muerto. Sólo él sabe lo que pasa después. Sólo él conoce la verdadera esencia de la muerte porque ahora participa de ella, es uno con ella. Pero el muerto no puede compartir aquel conocimiento con nadie. No puede comunicarlo, no puede tender ningún puente entre los dos mundos. No puede dar una señal, hacer un guiño, gritar una última y única palabra que lo diga todo, que lo explique todo, que les permita a los vivos analizarla durante décadas y siglos con la esperanza de descubrir el misterio de lo que hay más allá. Pero, si se pudiera, si se pudiera, se tendría algo. Esa única palabra sería algo más precioso que cualquier tesoro que los innúmeros reyes efímeros del mundo hayan podido acumular, porque esa palabra provendría de alguien que está indiscutiblemente muerto, como ahora lo está Virgilio Sarte.
En suma, ningún muerto podrá nunca decírsela a nadie esa palabra: la muerte le ha cerrado la boca para siempre. El misterio tan sólo se entiende cuando ya no se puede transmitir, cuando ya no puede ser develado ante todos. Porque solamente se comprende en el mismo instante en que te contemplas, bien muerto, como si fueras otro —siempre se es uno mismo y se es otros—, y empiezas a desaparecer, a desvanecerte, a alejarte de ese que fuiste. Y dices “Yo maté a Virgilio Sarte”, como si hablaras de otro.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *